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"El cerdo me convirtió en una persona muy feliz"

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Los testimonios de las personas hechas a sí mismas son un clásico. ¿Quién no ha escuchado alguna vez declaraciones desgarradoras como "de no ser por mi madre, que trabajaba 23 horas al día, no sería lo que soy" o "mi descomunal fuerza de voluntad me permitió salir del arroyo"? Pero lo de echarle la culpa de tu éxito a un cochino, seguro que no lo habían oído antes ni de coña: "El cerdo me convirtió en una persona feliz".
Lo dice la cocinera Carme Ruscalleda. Y no se refiere a un marrano en particular, a Porky o a la cerdita Peggy, sino a la raza porcina en general, tan saboreada como poco mimada por los humanos. Y que conste que no se trata de una excentricidad. Ruscalleda tiene motivos de sobra para querer besar en los morros a todos los gorrinos que en el mundo han sido: sus padres tenían una charcutería familiar en San Pol de Mar... con sus propias criaturas. "Sacrificábamos cerdos criados en casa", cuenta Carme como quien explica que saca a pasear al perro todas las mañanas. Ahí surgió la vocación que la hizo popular en los siete mares.El peligro de las Bellas Artes
Antes de que decidiera que quería entregar su vida a los fogones, la versión infantil de Ruscalleda tuvo otros planes de futuro: "Cuando había que dibujar algo en la pizarra de clase, era la primera en salir. Quería pintar, dibujar, hacer algo a mí manera", asegura.
Pero, ay, como cantaba Sinatra en My Way, si uno quiere montárselo a su manera tiene que estar dispuesto a derramar unas cuantas lágrimas, como demuestra esta anécdota, calificada por su protagonista como "graciosa y durísima": "Las monjas dominicas advirtieron a mi padres que estudiar una carrera artística era peligroso".
El primer día que abrió su restaurante se quedó muda
¿Peligroso? ¿Acaso la chiquilla iba a utilizar los lápices como arma arrojadiza? ¿Acabaría la pequeña Carme fabricando acuarelas explosivas? El caso es que visto que la niña parecía aferrada a sus locas ideas bohemias, las fuerzas del orden optaron por una estrategia sibilina: ofrecer a Carme un regalito envenenado. "Si te hicieras religiosa, podrías estudiar Bellas Artes", le dijeron en la escuela. "Ahí empecé a sentir pánico. Y creo que no volví a sacar el tema. Mis delirios artísticos se esfumaron de golpe", recuerda entre carcajadas.
Menos mal que entonces, como en un cuento de hadas, se cruzó en su destino un simpático cerdito oink, oink que puso las cosas en su sitio: perdimos a una presunta monja virtuosa de los pinceles, pero ganamos a una de las cocineras favoritas de Bibendum, el hombrecillo hinchable de Michelín, que en los últimos años ha lanzado una lluvia de estrellas sobre los restaurantes que Ruscalleda tiene en San Pol de Mar y Tokio.
Sí, ella es ahora la mujer con más estrellas Michelín, pero bien podría haber sido conocida por ser la cocinera muda más famosa del mundo: el día que inauguró su primer restaurante se quedó "sin voz del estrés", recuerda con horror. "No, no, no te rías. Me quedé muda muda. Cometimos la imprudencia de arrancar un viernes de junio. Y, para colmo, todos los clientes aparecieron de golpe. Si esta noche vinieran todos a la vez me temblarían las piernas, así que imagínate en tu primer día. No recuperé el habla hasta que terminamos de limpiar la cocina por la noche. Los dos primeros meses me quedé en los huesos. Llegaba tan excitada a casa que no podía dormir. Fue muy duro, no sabíamos cómo organizar nada, tremendo", recuerda.
Menos mal que para entonces Carme Ruscalleda ya se había convertido en una guerrera laboral. "Me tomé mis primeras vacaciones de agosto cuando estaba ya casada y con hijos", dice como si estuviera leyendo una novela de Dickens. "El verano era el momento de más trabajo en casa. Los niños ayudábamos a la recogida".
Mucho mambo, sí, pero nunca sabe uno cuándo puede necesitar tener la cabeza ocupada: "Fui una adolescente llorona. Lloraba y lloraba y no sabía por qué. Igual me veía como un patito feo, no sé. Pero como estudiaba y trabajaba a la vez no tuve tiempo para tener un bajón". A saco. A su manera.

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