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El escultor Richard Serra gana el Príncipe de Asturias de las Artes

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De niño iba en ocasiones a un astillero. Allí trabajaba su padre, un mallorquín emigrado a Estados Unidos. El peso y la escala de los mamparos de acero debieron alojarse en su memoria, como también la inacabable arena de una playa cercana al lugar donde vivían.


A estos recuerdos atribuye el propio Richard Serra (San Francisco, 1939) su interés por indagar algo que bien podría llamarse poética del cuerpo y la materia. Ya en sus primeros trabajos era evidente esta preocupación: hileras sucesivas de plomo en el suelo de la galería de Leo Castelli o el filme de Gerry Schum en la que su mano trata de coger fragmentos de metal que caen. A esta atención a la materia pronto se añadirá la experimentación con el peso y la escala, y su capacidad para intervenir en el espacio. En la Tate Modern, por ejemplo, puede verse una obra sencila en apariencia, Yunque, dos grandes laminas de acero perpendiculares entre sí: una de ellas, vertical, está colocada como bisectriz de un rincon de la sala y soporta a la segunda, dispuesta horizontalmente de modo que sus ángulos toquen las dos paredes. Pase a lo elemental de la figura, la obra transforma el espacio.

Esa es también su intención en sus obras diseñadas para espacios públicos: rompen la idea convencional del monumento porque no pretenden adornar el espacio sino transformarlo, y buscan además hablar al cuerpo más que a la mirada. En Berlín, en la plaza que rodea la Iglesia de San Miguel (próxima a la Nationalgallerie diseñada por Mies Van der Rohe) un cubo, ligeramente deformado, es el homenaje de Serra a Chaplin: la obra, en acero cortén, contrasta con la arquitectura del templo y establece frente a ella un nuevo y silencioso punto de referencia. Algo parecido ocurría aquí en Sevilla, durante la primera bienal: la escultura de Serra (fusión de dos formas geométricas: el toro y la esfera) contrastaba con la fachada de la Cartuja, una vez que se estaba cerca de ella. Esa misma pieza mostraba con claridad su índole corporal más que visual: era una obra para rodearla, pasearla, medirse con ella o, como dice el propio Serra, para verse viendo, esto es, para hacerse consciente de la propia percepción que moviliza el tacto y el sentido de la escala. Estas virtualidades de su obra no han sido siempre bien aceptadas. La administración Reagan ordenó cortar su Arco Inclinado en Nueva York y los cristianodemócratas de Bochum la emprendieron contra su Terminal, pero no lograron su derribo. La concesión ayer del Príncipe de Asturias por un jurado que destacó su "audacia" y "brillante trayectoria", además de compensar estos sinsabores, debería señalar un cambio de mentalidad entre nosotros a la hora de pensar qué ha de ser el arte en los espacios públicos.

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