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Imperio del amor y el pensamiento Segisfredo Infante

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Han existido imperios territoriales gigantescos como el de la Antigua Persia; el Panhelénico de Alejandro Magno; el de la Mongolia de los grandes Khanes; el de los Incas; o el de los Aztecas; pero todos de existencia más o menos fugaz. Y han prevalecido, hasta cierto punto, Estados teocráticos poderosos y exitosos como los del Antiguo Egipto; el de la China Interior; el de Bizancio; el de Arabia; e incluso el de Turquía. También han existido imperios “invencibles” respaldados por una poderosa economía y una indiscutible estructura legal, como fueron los casos de Cartago, Roma, España, Francia e Inglaterra. (No queremos, por ahora, hablar de las potencias “inexpugnables” del siglo veinte).


Tales imperios, ya fueran territoriales, marítimos, militares o económicos, lograron prevalecer durante milenios y otros se esfumaron en un par de décadas o en muy pocos siglos. De algunos apenas se conservan los vestigios arqueológicos con escasa memoria histórica, como es el caso de los invasores “hicsos” y de los valientes guerreros “hititas”, de posible origen indoeuropeo. Sin embargo, efectivamente se conserva lo mejor que produjeron diversas culturas y civilizaciones pequeñas, ya fuera por el bello camino del arte o por los senderos hermosos del pensamiento abstracto: histórico, matemático, religioso y filosófico. Algunas civilizaciones antiguas (cuyos ejes fueron las famosas ciudades-Estado) ni siquiera llegaron a convertirse en auténticas naciones imperiales. Pero de ellas, en cambio, sobrevive lo más brillante del pensamiento humano. Podríamos citar en este punto a los sumerios; a los caldeos; a los eblaítas; a los primeros fenicios; a los emplazamientos urbanísticos hindúes; a los chinos del río Amarillo; a los atenienses; a los mayas del periodo clásico; y a los hebreos de Jerusalem, de antes y después de la era cristiana. Jamás terminaremos de estudiar los grandes aportes científicos y literarios, anticipatorios por cierto, de los sumerios y caldeos de la vieja Mesopotamia, pues los misterios del álgebra y la intuición del “cero”, debemos irlos a buscar entre sus ruinas lodosas o arcillosas.

Pero el imperio intangible del amor y el pensamiento, que nunca ha terminado de establecerse sobre la faz la Tierra, debemos escarbarlo en las andanzas de los primeros patriarcas hebreos; en las ruinas de la ciudad solar de Tell-Amarna y en las prédicas del rey egipcio Akhenaton. Seguidamente precisaremos insinuar el itinerario del legendario Moisés y de los primeros profetas del desierto, quienes subrayaron el amor fraterno, no sólo para su propio pueblo, sino para toda la humanidad. Un amor que desembocará, sin lugar a dudas, en los actos pletóricos desinteresados de Jesucristo, de Akiva Ben Iosef, de Francisco de Asís, de Mahatma Gandhi y de la Madre Teresa de Calcuta, quienes se caracterizaron por un discurso suave pero reiterativo en favor de un “amor incondicional” a los humildes; incluyendo a los que estaban infectados de odios y defectos de toda especie.

No tenemos la menor idea de cuándo ni dónde habrá de implantarse el imperio antiviolento del pensamiento, la verdad y el amor. Los egoísmos, las envidias, el rencor, el calculismo extremo, el desamor y los intereses excluyentes inmediatos, continúan siendo gigantescos. Lo que sí podemos asegurar es que en toda la historia han existido personas y comunidades en donde el concepto del amor ha estado por encima de cualquier otra categoría humana. Y que de vez en cuando reaparece –con fuerza avasalladora—el amor hacia los demás, sin distingos de ideologías, facciones políticas o nacionalidades. ¡¡Sea!!

(sinfante1@yahoo.es).
Aldea de Cerro Grande, Distrito Central

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