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Una monja, canon de la belleza moderna

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PRATO, TOSCANA, 1452. Filipo Lippi, fraile pintor, conoce a una joven novicia. Hará de ella amante y modelo, creando un nuevo ideal de belleza femenina.


10/07/09
Las reliquias de santos eran una inversión segura para cualquier ciudad en la Edad Media. En Prato, ciudad toscana vecina a Florencia, la atracción era nada menos que el cinturón de la Virgen María . Aquella cinta verde había ceñido la cintura de la Virgen cuando ascendió a los cielos. El incrédulo apóstol Tomás no se creyó el milagro de la Ascensión, y la Virgen le tiró desde el cielo su cinturón, para que no le quedaran dudas. La sagrada prenda había permanecido en Jerusalén, en la familia descendiente de Santo Tomás, hasta que durante las Cruzadas un mercader de Prato, Michele Dagomari , se casó con la hija de aquella familia, en cuya dote se incluyó el cinturón de la Virgen. De vuelta a Prato la legó a la iglesia de Santo Stefano y de toda Italia acudían legiones de devotos atraídos por la reliquia, especialmente el día de su fiesta, la Ostensión de la Sacra Cintola, cuando se mostraba el ceñidor. En 1452, Prato contrató a un pintor de renombre para que pintara en Santo Stefano unos frescos relacionados con su gran fuente de ingresos, o sea, la Virgen. Era Fra Filipo Lippi , conocido y apreciado en toda Italia, que gozaba del favor de Cosme el Viejo, fundador de la dinastía Medici y hombre fuerte de Florencia. Una protección que iba a necesitar mucho.

Vida agitada
Huérfano desde niño, se había criado en el convento del Carmine. Allí aprendió pintura viendo el arte del gran Massacio , fundador del renacimiento florentino, aunque Filipo era muy cerrado para otro tipo de educación. No hubo forma de que estudiase letras ni teología, ni tampoco de que entrara en él el espíritu religioso que ha de tener un fraile. A los 17 años se escapó del convento y empezó una vida que siempre le tuvo metido en líos. Vasari , el biógrafo renacentista, dice en sus Vidas que fue secuestrado por unos piratas berberiscos y vendido como esclavo en Argel, pero pintó un retrato de su amo que entusiasmó a éste, al punto que le dio la libertad. La peripecia parece una invención de Vasari , pero en cambio sí es cierto lo que cuenta de su pasión por las mujeres: “Las retrataba y con su charla encendía la llama de su amor. Le perdían estos apetitos...”. Cuando le gustaba una donna no paraba hasta seducirla, abandonando todo otro interés.

En una de esas etapas de celo, Cosme el Viejo llegó a encerrarlo para que le terminase un cuadro, y Lippi se escapó descolgándose por una ventana con una cuerda hecha con sábanas. Estuvo varios días desaparecido, entregado a su conquista, pero el incidente, en vez de irritar a Cosme, le convenció de que aquel fraile lujurioso no tenía remedio, y que para gozar del artista había que consentirle sus vicios. Cuando llegó a Prato, Fra Filipo tenía ya 46 años, la vejez en su época, pero no se le habían apagado los ardores eróticos. No obstante, la abadesa de Santa Margarita le nombró capellán del convento. La abadesa quería adornar su iglesia con algo excepcional, un gran cuadro sobre el cinturón de la Virgen para el altar mayor, y utilizó la canonjía para lograr que Lippi se lo pintara. Pero fue como pedirle al zorro que entrara en el gallinero. Fra Filipo emprendió un bello trabajo, una gran composición en la que incluyó a su comitente, la abadesa Bartolommea (de rodillas, orante) y en la que al personaje de San Gregorio (izquierda) le puso la cara del Papa Nicolás V. La abadesa estaba encantada y el pintor la convenció para que hicieran de modelo de la Virgen y Santa Margarita dos monjitas.

El rapto
Lippi eligió a dos jóvenes novicias, las hermanas Buti , hijas de un mercader florentino. A la mayor la retrató como la Virgen que entrega su cíngulo a Santo Tomás. Parecía el papel principal, pero era para despistar, pues en quien Fra Filipo había puesto el ojo era en la hermana pequeña, Lucrecia, que en el cuadro aparece como la patrona de la comunidad, Santa Margarita, poniendo protectoramente su mano sobre la abadesa. Pero en vez de protección iba a traer vergüenza al convento. El día más santo para todas las gentes de Prato, el de la Ostensión de la Sacra Cintola, aprovechando el bullicio, Fra Filipo raptó a sor Lucrecia .

El escándalo conmovió hasta Roma. En un tiempo en que pecado y delito se confundían, los amantes podían terminar en la hoguera por sacrílegos, pero a Cosme el Viejo se le saltaron las lágrimas de risa con la diablura de su protegido. Intervino ante el Papa, que también era un admirador del pintor, y la Iglesia hizo la vista gorda. Si Roma lo admitía, Prato lo acataba. Todos hicieron como que no había pasado nada. Pese a que enseguida tuvo un hijo y luego una hija con Lucrecia, Lippi siguió trabajando para iglesias y conventos. Es más, comenzó a pintar vírgenes en las que retrataba a su amante, y era tal el encanto del rostro de ella, que resultaban cotizadísimas. La belleza de Lucrecia no tenía nada que ver con los cánones hasta entonces imperantes, pero se impondría como la belleza moderna y ha llegado hasta nuestros días. No tanto por las pinturas de Lippi, relativamente desconocido en siglos siguientes, sino a través de su más aventajado discípulo, Sandro Boticelli. Boticelli estuvo cuatro años aprendiendo el arte en el taller de Lippi en Prato, conviviendo por tanto con Lucrecia, cuyo atractivo también le fascinó. Sus primeras vírgenes eran calcadas de las de su maestro Lippi, retratos exactos de Lucrecia. Pero si Lippi retrataba a su amante casi exclusivamente como la Virgen, atreviéndose como mucho a convertirla en Salomé, que era un personaje bíblico, Boticelli la reprodujo en personajes paganos, hasta culminar, treinta años después, con El nacimiento de Venus. Esa Venus de Boticelli , el más famoso de sus cuadros y uno de los más famosos de toda la pintura, es el mayor homenaje a la belleza moderna de la monja de Prato.

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