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La Tierra no pertenece a nadie, solo al viento

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Hace unos días, en la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático, celebrada en Copenhague, el presidente del Gobierno de España concluyó su intervención expresando enfáticamente que “la Tierra no pertenece a nadie, solo al viento”.

Tal expresión fue objeto de numerosos comentarios, de toda índole, muchos de ellos jocosos o directamente descalificadores.

Pero probablemente el Presidente se refería al poder del viento sobre la configuración física de nuestro planeta, bástenos con recordar las caprichosas figuras de ciertos paisajes como los Mallos de Riglos en Aragón, los penachos en la llanura desértica de las Bardenas Reales en Navarra, o las arcadas de la Playa de las Catedrales.

Quizá aludiese a la influencia en la navegación, viento de bolina que obliga a una gran ceñida, o viento en popa que nos ayuda a alcanzar más rápidamente nuestro destino. Seguramente pensará que su gobierno va de empopada.

Viene de antiguo la atención que el viento ha requerido de los hombres.

En la mitología griega se reconocen los “Anemoi” o dioses del viento, cuyo señor y gobernante era Eolo.

Hesíodo nos habla de los vientos beneficiosos y los destructivos; los primeros, hijos de Astreo y Eos, eran Noto, Bóreas, Argestes y Céfiro; los destructivos eran hijos de Tifón.

Todos ellos nos traen a la mente fenómenos que ocurren en el actualidad; viento boreal procedente del norte que trae frío invernal; céfiro o viento del oeste el de las suaves brisas de primavera y verano; tifón, viento huracanado; energía eólica, producida por turbinas movidas por el impulso del viento, consiguiendo la total eliminación de emanación de CO2, aunque olvidando las cantidades de monóxido de carbono que exige la fabricación de las turbinas.

No sería de extrañar que en aquella cita, precisamente con ocasión del cambio climático, fuera el lugar más apropiado para una referencia al viento como dueño de la Tierra.

La maledicencia quiso ver en la frase una modificación en el título de atribución de la propiedad, incluso se llegó a decir que, de ese modo, se pretendía nada menos que instaurar un nuevo régimen económico del derecho de propiedad, llegando a adivinar la eventual supresión de este tal como lo venimos conociendo en su configuración desde el Derecho romano.

Ha habido quien quiso enlazar el discurso del Presidente con la carta que, en 1855, el jefe indio Seattle de la tribu Suwamish envió a Franklin Pierce, a la sazón Presidente de los Estados Unidos, respondiendo a la oferta de compra de sus tierras en el actual Estado de Washington. Pero una reposada lectura del documento sitúa a nuestro Presidente muy alejado del jefe Seattle.

Siglo y medio antes, y en una civilización que nuestra soberbia y presuntuosidad calificaría de atrasada, el Jefe indio da una lección de sabiduría, lealtad y amor a su tierra, que habrán hecho meditar al “Gran Jefe de Washington”.

Dejando sentado que sus “palabras son inmutables como las estrellas”, añade que “la tierra es nuestra madre” (...) “la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra”, para decir más adelante “sabemos algo que el hombre blanco descubrirá algún día: que nuestro Dios es su mismo Dios.

Ahora pensáis quizá que sois dueño de nuestras tierras; pero no podéis serlo.

Él es el Dios de la humanidad y Su compasión es igual para el hombre blanco.

Esta tierra es preciosa para Él y el causarle daño significa mostrar desprecio hacia su Creador”.

Decididamente, la Tierra no pertenece al viento.

Según un viejo proverbio hindú “no hay árbol que el viento no haya sacudido”; pero los árboles se mantienen enhiestos, no así algunos hombres que, desdiciéndose a cada momento, en función de sus intereses inmediatos, más semejan veletas que los recios robles seculares de nuestra Tierra.

No quisiéramos hallar en ello la razón última de la referencia presidencial.

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