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Del Casino al Gürtel Pablo Crespo, reportaje

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La última foto que se le hizo a Pablo Crespo en Pontevedra fue en el baile de verano de 2005 en el Liceo Casino, en A Caeira, a pocos metros del chalé que compró en Boavista y que despertó tantos comentarios entre la buena sociedad de provincias, tan susceptible con los seísmos del dinero.
Crespo se presentó en la fiesta de gala sin gafas, peinado a raya y de estricta etiqueta, como exige el protocolo, en una cita de otro tiempo en el que las hijas de los socios se ponen de largo vestidas de blanco y bailan un vals con sus padres. La invisibilidad del ex político ya era tal que salió en la foto de casualidad, como acompañante, pues el objetivo del fotógrafo era su hija, que ese día se ponía de largo.
Allí seguro que coincidió durante años con otro habitual de este baile, Mariano Rajoy, que este verano, ya con Crespo en la cárcel, departió con jóvenes y mayores hasta altas horas con un puro en una mano y una copa en la otra.

No es extraño ni de uno ni del otro la vinculación con el Casino, porque al igual que Rajoy, Pablo Crespo también pertenece a una familia bien de la ciudad, aunque los caminos de uno y otro han transcurrido paralelos un tiempo y enfrentados otro.

Pablo Crespo es el quinto hijo de Manuel Crespo Alfaya, un hombre de peso en la dictadura que, al igual que Joaquín Queizán, último alcalde del franquismo, supo variar el rumbo en la Transición. El pontevedrés Pío Cabanillas lo aupó a delegado de Cultura, convirtiéndolo en su hombre de confianza en la ciudad. «Fue siempre una persona de perfil moderado, bastante correcta y nada radical, muy tolerante», le recuerda un político de la época.

Desde esa posición de privilegio Crespo Alfaya conoció a Mariano Rajoy y luego al sucesor de éste en la Deputación, José Cuíña. Ambos llegaron al sillón del Pazo provincial sin cumplir los treinta años; Alfaya tenía más de sesenta. El destino de Pablo Crespo, hoy acusado de ser el número dos de una de las mayores tramas corruptas de España, empezó a quedar marcado precisamente allí, en el Pazo de la Deputación, en cuyos alrededores, en la Alameda, jugaba al fútbol con sus hermanos a finales de los sesenta. Cuíña se fijó en Crespo Alfaya, y éste ocupó un papel importante en su equipo en la medida en que Cuíña se fió de su experiencia y de su criterio político. «Fue un señor fantástico que ayudó a muchísima gente», dice una amiga de la familia.

Entre a esa gente, a su propio hijo Pablo. Mientras varios de sus hermanos elegían la carrera de Medicina, él, al acabar el bachillerato, se metió en Caixa Galicia. «Yo supongo que Pablo hubiera sido un excelente director de oficina. Es muy de apuntar todo, como se ha visto ahora. El típico ejecutivo leal, y en el banco habría sido un buen director de sucursal, y habría conseguido dinero, clientes... Otra cosa es donde se metió; eso es otro mundo», cuenta un viejo amigo suyo. Pasó por la oficina de Benito Corbal (compañeros de otros bancos lo recuerdan introvertido, yendo siempre a la Cámara de Compensación Bancaria, entonces en García Camba) y luego dirigió una sucursal en Vilagarcía. Hasta que Cuíña, al igual que le había echado el ojo al padre, le echó el ojo al hijo.

El ascenso

«Pablo Crespo entró en el PP como un tirillas. Él llegó al partido para llevar la cartera, y luego supo subir». Lo hizo con el padrinazgo de Cuíña, que en los noventa, a la sombra de Fraga, convirtió al PP en un partido aplastante de mayorías intratables. Crespo desplegaba ya las virtudes por las que ahora es famoso: un hombre de perfil discretísimo, que daba conversación a sus conocidos en la calle sin contar nada de su vida, que vestía sin escándalos, como un jefe de oficina, atentísimo siempre con su amplia familia y ya casado con Margarita Vázquez Cortizo, con la que tiene tres hijos. «Siempre fue un hombre muy educado, al que no veías de noche, nada fiestas, muy correcto». El espectacular ascenso que protagonizó en el PP fue su primera concesión al escándalo: la gente empezó a hablar de él. En pocos años había pasado de dirigir una sucursal de Caixa Galicia en Vilagarcía de Arousa a ser el secretario de Organización de PPdeG.

Una persona que trabajó con él en la sede regional dice que allí «todo el mundo lo ponía a parir». «Yo tengo que decir que nunca vi una cosa rara con el dinero. Eso sí: a él lo ponían a caer de un burro en Santiago porque acababa de llegar y ya era superjefe. Pero vamos, como pasa siempre en todas partes». Crespo llevaba el dinero, era el encargado de lo que él llamó en una conversación grabada, más de diez años después, «las pelas». Lo que su jefe Francisco Correa, en la misma conversación, llamó, con más desparpajo, «la pastuqui» .

Pablo Crespo era el hombre de Cuíña, de Diz Guedes, de Xesús Palmou. Los de la boina, el aparato galleguista del PP que dominaba a su antojo la Galicia rural, y que consumó en 1997 la mayor afrenta que un PP autonómico hizo a Génova: mandar al gallinero, al anfiteatro, a la última fila del congreso regional a los hombres fuertes de Madrid, a los del birrete, Mariano Rajoy y José Manuel Romay. La herida no cicatrizó nunca, y en 2003, aprovechando la crisis del Prestige y con Rajoy ya en el Gobierno, el político pontevedrés se cargó a Cuíña, destituido por Fraga, y puso en su consellería a Alberto Núñez Feijóo. Cuatro años antes, Palmou ya lo había sustituido como secretario general del partido, y su primera medida había sido cortar la cabeza a Crespo.

Lo primero se sobrellevó malamente, pero lo de 2003, que era la pérdida total de los de la boina en Galicia, fue traición mayor: Palmou se había vendido a Madrid. Ahora era el hombre de Rajoy, y su viejo entorno lo llamaba despectivamente Palmolive, que es una marca de jabón. «Algún día me lo encontraré en la calle y se va a cagar, nada más, y después me voy a olvidar, porque yo no voy a vivir pendiente de un mierda semejante», se escucha decir a Crespo desde la cárcel en una de las grabaciones del sumario. Ya se lo había encontrado antes, concretamente en el entierro del propio Cuíña en Lalín. El incidente fue relatado por Crespo a un conocido suyo nada más llegar a Madrid: se encontró con Palmou en un restaurante y Crespo le dedicó en voz alta una ristra de acusaciones e insultos. Casi llegan a las manos. Este conocido afirma que la familia de Cuíña llegó a prohibir ver el cadáver a Rajoy y al propio Palmou, emplazándolos al día siguiente, en el que se velaría al muerto en el Ayuntamiento de Lalín.

La caída

Crespo ya no estaba en el PP entonces, ni en 2003. Salió por la puerta de atrás en 1999 por no poder justificar deudas con Special Events, una de las empresas principales de la trama, donde acabó en nómina. «Si él trabajó en Galicia con Correa era porque Correa hacía todo lo del partido», le defiende uno de sus más próximos. Crespo se fue a vivir a Madrid. Cambió su piso de la calle Sierra por un gran chalé en A Caeira, que está a nombre de una de sus empresas y en el que la pasada semana permanecía aparcado un Jaguar. Se compró un barco, el Parapipi, de 15 metros de eslora, en el que navegaba habitualmente.

Y la gente empezó a hablar: «Sabíamos que también tenía un superpisazo en Sanxenxo, otro en Madrid, y la gente se mosqueó, también en el partido, porque esas cosas siempre mosquean», cuenta su compañera de la sede regional. «En los últimos años hubo gente en Pontevedra que rajó de él porque en Madrid decían que no les saludaba». Los signos externos de riqueza fueron el segundo escándalo de este hombre discreto. Sus propiedades sacó las lenguas a pasear. “Lo veías por la calle y no se notaba, pero a mí me encantan los relojes, son mi pasión, y un reloj puede llegar a decir mucho”. El tercer escándalo, la bomba que le estalló en las manos en febrero de este año cuando fue detenido por el caso Gürtel, lo llevó directamente a la cárcel.

“Correa era para los de provincias el pijo al que dar cancha”

«Pablo Crespo no es Paco Correa. Es un tío, como todos sus hermanos, muy bien educado por su familia, con unos principios y unos valores. Yo no sé qué pudo pasar. Me dicen que en Galicia la gente empezó a mosquearse por lo de las casas, el barco y tal, y eso llamó la atención del partido. Pero en Madrid llevaba una vida de ejecutivo relativamente austera. Lo que creo, y es una opinión personal, es que esta gente sale del banco con un sueldito, se mete en una esfera de poder, en una organización donde se maneja un montonazo de dinero, y esos número se multiplican por no sé cuántos», explica un antiguo amigo de Crespo que también tuvo trato con Correa.

«Paco Correa significaba, para toda la gente de provincias, el pijo de Madrid al que todos querían dar cancha. Estaba cerca del poder, cerca de Aznar… Le decían: ‘Oye, tengo para ti esta campaña, tengo esta otra’. Correa era el tipo, y perdón por la expresión, al que todo el mundo se la chupaba. Llamaba la atención porque parecía famoso sin serlo, y muchos preguntaban, viendo a todos los importantes que saludaba: ‘Quién es éste’. ‘¿No lo conoces? Joder, es Paco Correa. El que hace los actos del PP, es la mano derecha de éste y de otro, manda un huevo…’. Era uno de esos que echan por fuera, que alardean enseguida, y bocazas. Nada que ver con Pablo».

Un miembro de una agrupación local del PP (todos las personas que han querido hablar para este reportaje han exigido el anonimato) dice, sin embargo, que a Pablo Crespo en la fontanería se le tenía por «chulo y prepotente». «Se le veía venir, y en Galicia, y en el partido, sabíamos que no se estaban haciendo bien las cosas».

Según el informe policial, Pablo Crespo posesía doce coches y era titular de un Seat Ibiza y de un Opel Ascona. Crespo mantiene abierta en internet su página personal de fotografías. En ella se ven fotos del exterior de su casa en A Caeira, una imagen antigua de sus perros, el paisaje del Perito Moreno que él mismo califica, en un comentario hecho en junio de 2008, como «impresionante», fotos de navegación desde el yate Parapipi en Altea (Alicante), donde atracaba y donde lo registró Garzón, imágenes de delfines, el invierno de Piornedo de Ancares y unas pocas estampas más. Viajar era muy del gusto de Crespo, que llegó a pagar vacaciones a sus padres en distintas partes del mundo tranquilizándolos porque, decía, «el dinero no es problema».

Manuel Jabois (Pontevedra)

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