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Memoria de un burgalés universal La maravillosa infancia de Félix

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El naturalista Miguel Pou ahonda en su último libro en los primeros años de vida del gran biólogo burgalés. Asegura que si no hubiese nacido y crecido en Poza no se hubiese convertido en el personaje que fue Una de las primeras imágenes de su infancia que le vendrían siempre a la memoria tenía que ver con aquellos bueyes que los labriegos pozanos azuzaban entre las angostas calles de su pueblo, y que él veía pasar deslumbrado y ojiplático desde el balcón de su casa.

El ruido de los cascos de los animales sobre el empedrado era uno de los sonidos que, bien temprano, se colaron en su alma para nunca dejar de retumbar en ella. Pero no fue el único: a los bramidos y pasos de estas bestias le siguieron el embrujo del piar de los gorriones y las chovas malabaristas, el canto melodioso de las currucas, el ulular de los cárabos y los búhos reales, el atávico aullido del lobo ya entrada la noche.

La banda sonora de su infancia fue la melodía ancestral de aquella naturaleza totémica cobijada por la bóveda celeste, donde los sonidos salvajes que ésta emitía eran más antiguos que la memoria del hombre. Quizás a través de aquel oído privilegiado Félix hizo un viaje a los orígenes de los tiempos, porque interiorizó de tal manera su presencia que se convirtió en un actor esencial de la misma. Todas las claves sobre aquella época seminal en la vida de Félix Rodríguez de la Fuente las ofrece en su último libro Miguel Pou, escritor, naturalista y uno de las personas que mejor conocen al burgalés universal, de cuyo fallecimiento se cumplirán en marzo 30 años.


En La maravillosa infancia de Félix Rodríguez de la Fuente, Pou explica con precisión dónde, cómo y por qué Félix se convirtió en la persona que fue, en ese ser cuyo trascendente legado está ya proyectado en la eternidad.

Pou narra con maestría esa incipiente relación entre aquel niño curioso y montaraz en aquella tierra que él siempre definiría como «fabulosa» y «fantástica». Félix era todavía muy pequeño, pero ya miraba con creciente curiosidad, desde el estrecho y pequeño balcón, la montaña inhóspita, la montaña salvaje, la montaña que le estaba llamado y tentando porque tenía águilas salvajes y de ella descendían los míticos y admirables lobos. ¡Aquellos montes y serranías le provocaban! La tierra y los cielos parecía que le cantasen como una sirena, porque contenían -escondida para ser descubierta- una fascinante Naturaleza que se proponía visitar, escribe el naturalista


Pou se propuso indagar en la infancia de Félix en Poza «porque todo lo que fue, todo lo que proyectó en su obra, se gestó allí. Todo lo que vivió le dejó marcado de manera indeleble. Su filosofía posterior, la relación entre el hombre y la tierra, se forjó allí». Pou explica que en pocos pueblos como Poza había una relación tan silvestre, tan fuerte en la comunicación entre el hombre y los animales. «Estamos hablando de un lugar con un ecosistema y una orografía perfectos que permitía una abundancia de fauna amplísima, con un páramo kilométrico y salvaje, con unas peñas ideales para águilas y buitres. Estoy convencido de que Félix no hubiera sido como fue si hubiese nacido en otro pueblo. Él mismo lo decía».


También le marcaron otros hechos, apunta el biógrafo. Por ejemplo, el genético: Pou asegura que Félix heredó la inteligencia y la magnífica oratoria de su padre, si bien al contrario que éste, activo tertuliano en reuniones con los miembros más elitistas de la comarca -don Samuel era notario y solía juntarse con el médico, el boticario, el cura-, prefirió pasar horas y horas de aprendizaje junto a los cazadores y, especialmente, los pastores, quienes habrían de enseñarle a leer en la naturaleza. «Tenemos a un niño pequeño que está viendo, todos los días, buitres en el cielo; a los hombres trabajando en las salinas; a los burros, mulas y caballos que allí morían las más de las veces ser devorados por las aves.

Era un ser continuamente asombrado, que escuchaba cuentos y leyendas, que participaba en cacerías, que ya investigaba con su grupo de amigos, a los que se conocía como la cuadrilla de ‘Dios te libre’, por todo el campo capturando garduñas, comadrejas...», apunta Pou. Allí, entre los riscos imponentes de la villa se enamoró del vuelo majestuoso del buitre, del águila y el halcón, y una tarde que no olvidó nunca conoció de cerca al lobo, ese animal que según los relatos que había escuchado siempre era poco menos que un ser maligno, demoníaco, posiblemente de aspecto espeluznante y horrible.


Pou cuenta así aquella inolvidable jornada: «Un día hubo una batida de lobos en el páramo. Félix acompañó al pastor con el que más tiempo pasaba. Los cazadores hacían avanzar a los lobos por el páramo inmenso, y en un cambio de rasante, donde el animal no podía olerles, les esperaban las mejores escopetas de Burgos. Y Félix estaba allí. Entonces, con el sol rojo poniéndose, vio recortarse la figura del lobo (como esa imagen de la serie El hombre y la tierra, que está sacada del recuerdo de aquel día), enamorándose en ese mismo momento: la belleza de la mirada, la nobleza que irradiaba, su imponente e impecable presencia. Entonces, abandonó el puesto de cazador y empezó a gritar para auyentarlo y que no lo mataran. Y lo salvó la vida», detalla Pou.


Según señala el también presidente de la Federación de Asociaciones de Félix Rodríguez de la Fuente, el burgalés era superdotado, poseía una curiosidad insaciable y, en aquellos primeros años de vida, gozó de muchísimo tiempo libre. Cuando no se escapaba de la escuela, cosa que hacía a menudo para disgusto de su progenitor, otros sucesos le ofrecían la posibilidad de la libertad, como los años de la guerra civil en que, suspendidas las clases, Félix gozó de todo el tiempo del mundo. Sólo en África volvió a sentirse como en aquellos primeros años, apostilla Pou.

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