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MANUEL VICENT Cafés literarios. El Glacier (Marrakech) La sabiduría de estar sentado

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Existen algunos cafés árabes muy famosos, los profundos de la Cornisa de Alejandría, algunos del callejón de los Milagros de El Cairo, el café de Paris de Tánger, los del bulevar Michelet de Argel, cuando la colonia francesa, por el que Albert Camus veía pasar a las chicas con sandalias y telas ligeras con flores mientras escribía El Extranjero o el Cintra de Orán donde escribió La Peste. En la plaza Djemma El-Fná de Marraquech hay dos cafés significativos, el France y el Glacier.




En el mundo árabe basta con estar sentado en un café para expresar la verdadera categoría del hombre. Pese a que también podrían pasarse toda una tarde en cuclillas con un equilibrio perfecto sin que se les astillen los cartílagos de las rodillas, cuando uno ve repantigados en la terraza de un café a viejos árabes fumando, dejando pasar las horas sobre su cabeza, intuye que esa actitud pasiva es una auténtica creación con mil años de cultura. Esta vez algunos marroquíes, que ocupaban las mesas del Glacier, leían el periódico con gafas de sol y otros tenían simplemente los ojos cerrados. A media mañana parecían dormitar el tiempo bajo el sonido de los tambores y dulzainas que emanaba del fondo de la plaza.

El Glacier es el café de más referencia en Marraquech, fundado en los años treinta del siglo pasado. Detrás se levanta el minarete de la Koutubia y enfrente se abre la entrada del zoco. El porche que sombrea la puerta está sostenido por siete columnas de madera marrón oscuro, cinco frontales y dos laterales. El salón tiene dos pilastras forradas de espejos con el retrato del rey bebiendo un té de menta. Un aire decó imprime al local una elegancia gastada, también a la escalera de mármol negro con zócalos de sardinetas ocres y engastes verdes que conduce a Le Grand Balcon Café Glacier, una terraza donde funciona una pequeña brasserie. Los turistas tienden a aposentarse en el café de France, más espacioso, con salones más pretenciosos y terrazas más amplias. El Glacier es más sencillo y austero, pero tiene, tal vez, más fantasmas. Como es lógico por aquí pasó el inevitable Churchill y fijaron sus traseros muchos pintores, escritores y otros alucinados, entre la aventura de los sentidos y la ruptura de la moral burguesa, como André Gide, Matisse, Guy de Maupassant, Cocteau, que buscaban el placer del sur cuando el sur era todavía exótico y sensitivo.

Una vez más cumplí el rito de sentarme en la terraza del Glacier y no dejó de sorprenderme el mismo espectáculo que descubrí hace tantos años ya. En el primer viaje a Marraquech comprobé que en esta ciudad las golondrinas y los vencejos eran mucho más gordos que en España. De hecho en el norte de Europa hoy apenas se ve una golondrina porque el aire aséptico ha quedado sin un solo mosquito. En cambio, el crepúsculo de Marraquech se halla cuajado de insectos pegajosos que sirven de alimento a estos volátiles de Bécquer. Por lo demás acontecía una vez más lo previsto. Cuando al final del día la luz no te permite distinguir un pelo blanco de uno negro de un camello comenzaban a llamar a la oración los mohedanos desde los minaretes. Y la plaza de Djemma El-Fná respira su eternidad de tambores y dulzainas de los encantadores de serpientes, los corros de saltimbanquis, contadores de cuentos, aguadores, el humo de las brochetas de cordero junto con el olor de las boñigas de caballo, los vendedores ambulantes que asaltan a los turistas. Todo ese misterio oriental que te prende el corazón con un anzuelo de oro cuando uno es muy joven y llega a Marraquech por primera vez ha quedado diluido en un tráfico bajo el pestilente olor a gasoil, pero todavía están en pie esas murallas color canela que constituían una categoría del alma, un horizonte de todos los cuentos de Las mil y una noches.

La esencia del café árabe es la modorra. Y si uno está a favor del placer hará bien en tomarse por la mañana un té de menta en el Glacier y dejar pasar las horas por encima de la cabeza. Y sentirá que se está bien en este mundo si reincide por la tarde a la caída del sol, se vuelve a sentar en la terraza y se deja invadir por los cinco sentidos. El cerebro aquí tiene poco que hacer. Los sentidos se hallan en cada uno de los orificios del cuerpo. Desde el Glacier aun con los ojos entornados se puede ver la arena del desierto, se oyen los tambores de los encantadores de serpientes, se respira un vaho a sésamo que despide el zoco y el tacto en Marraquech es el resto de la experiencia corporal. En el Glacier no se sirven bebidas alcohólicas. La mejor droga consiste en dejar pasar las horas dulces sentado en la terraza sin que el cerebro las convierta en ninguna clase de duda, de juicio o de pensamiento.

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