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Tindaya: el síndrome de Van Gogh Jorge Marsá

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[Publicado en Canarias7 el 30 de noviembre del 2001]

“El Gobierno y Chillida alcanzan un acuerdo que desbloqueará Tindaya”. Un acuerdo que permitirá “la elaboración de los estudios geotécnicos necesarios para certificar que la obra ideada por Chillida puede llevarse a cabo”. No, no es broma; era una noticia recogida por este periódico el pasado día 19. Efectivamente, después de seis años de discusión, del ridículo del Parlamento canario, y de, por lo menos, 3.000 millones de pesetas dilapidados, ahora vamos a ver si estábamos hablando en serio o en broma. Es decir, si es o no viable la intervención en Tindaya. ¿Y si no es posible? ¿Nos devolverán el dinero, los quebraderos de cabeza y el tiempo y la vergüenza perdidos?


Nunca he sido partidario de la intervención en Tindaya, sobre todo, porque se trata de construir un centro turístico para incrementar la cantidad de visitantes que recibe Fuerteventura. Y los que somos partidarios de detener el crecimiento turístico no creemos que Fuerteventura (como Gran Canaria, Lanzarote y Tenerife) necesite ni un turista más; la discusión debería establecerse en cuántos menos serían los más convenientes para el futuro de las Islas.

Otras consideraciones me parecen menos importantes: conservar bien el patrimonio cultural presente en Tindaya creo que es, simplemente, lo lógico; que ese patrimonio cultural tenga mucha relación con la identidad de los majoreros actuales, me parece francamente discutible; y el carácter mágico o sagrado de la montaña me resulta tan divertido como las afirmaciones de Eduardo Chillida sobre sus intentos de conversar, con traductor de por medio, con la montaña. Sin embargo, es otro el aspecto de la cuestión en el que quiero detenerme: se ha discutido la intervención en Tindaya, hay quienes se muestran favorables y quienes se muestran contrarios. Así es, a favor o en contra; pero Chillida y su escultura están por encima del bien y del mal, por encima de la crítica.

Llevo cerca de veinte años trabajando en el mercado del arte, y apenas conozco a nadie que no considere a Chillida como uno de los escultores europeos significativos de la segunda mitad del siglo. No obstante, sí somos unos cuantos los que pensamos que las obras del escultor vasco de los últimos quince o veinte años tienen bastante menos interés que las anteriores; y somos bastantes más, en ese gremio, los que opinamos que el Monumento a la Tolerancia propuesto para Tindaya carece de relevancia artística.

Cuando se presentó la propuesta ya se evidenciaba que el trabajo del artista en este proyecto había sido prácticamente nulo. En la exposición no existía un sólo indicio de que el escultor hubiera realizado un trabajo específico para esa intervención: ni un sólo boceto o dibujo, ni una sola fotografía o plano manipulado. La única relación del autor con la propuesta era una escultura titulada Lo profundo es el aire que reproducía exactamente la excavación que se planteaba; pero fechada en 1990, cuando el artista ni siquiera conocía la existencia de la montaña. O sea, que el trabajo de Chillida se limitó a elegir la escultura que el ingeniero Fernández Ordóñez tenía que embutir en la montaña.

Ahora bien, resulta obligado reconocer que la calidad artística de una obra no se mide por la cantidad de esfuerzo realizado. Ya hace cuatro años que quien firma escribía: “mi opinión –desde luego nada original por compartida– es que nos encontramos ante una obra de escaso interés, cuyo componente de novedad artística es prácticamente nulo y que formalmente resulta en exceso evidente. El Monumento a la Tolerancia se sostiene, casi exclusivamente, gracias a su tremenda escala, a su grandiosidad, en este caso grandilocuencia. Evidentemente, si alguien entra en un espacio como ese quedará impresionado. Pero en el interior de una montaña, y con lo que significa un cubo de 50 metros de lado, cualquiera es capaz de imaginar alguna intervención que impresione, ya sea un cubo o no, con aberturas o sin ellas. La impresión y la grandiosidad son producto, únicamente, de su gigantesca escala, no de sus valores formales.

Nunca se ha caracterizado Chillida por su capacidad para intervenir en el territorio, nos encontramos ante un escultor más clásico. Por ello no es de extrañar que el propio Chillida hable de una escultura refiriéndose a su intervención en Tindaya, lo que deja relativamente claro su dificultad para enfrentarse a algo de esta envergadura con criterios más innovadores, más de intervención en el territorio que de monumento clásico. De hecho, nos encontramos ante un monumento en su sentido decimonónico, con unas referencias románticas evidentes en la grandiosidad y pretendido misticismo del espacio que pretende configurar. Las referencias al mausoleo o a la camara mortuoria de una antigua pirámide resultan claras. Chillida no ha sabido ver Tindaya como un espacio autónomo y desde una perspectiva moderna, no ha podido desligarse de la escultura tradicional para actuar en el territorio, como, ya hace más de treinta de años, consiguieron hacer los artistas del Land Art.”

Que los términos concretos de mi punto de vista sean más o menos acertados no tiene mayor importancia. Pero la opinión sobre la falta de interés artístico de la propuesta del artista es compartida por una notable cantidad de artistas, críticos o gestores artísticos del mundo arte. Sin embargo, es evidente que esas opiniones no han trascendido. ¿Por qué?

Como en cualquier gremio tenemos que tener en cuenta la alta dosis de corporativismo y endogamia que hoy afecta a la vida profesional en el mundo en que vivimos. Pero en el gremio del arte esto va mucho más allá. Podemos encontrar frecuentemente críticas que ponen de relieve el fallido trabajo realizado en una película, en un libro o en una composición musical; sin embargo, resulta casi imposible hallar una crítica referida a las artes plásticas que cuestione el trabajo de un artista. En este gremio, prácticamente todas las críticas son laudatorias; si no, no se hacen. Y ello es así desde que el síndrome de Van Gogh infectó a la casi totalidad del sector: nadie se atreve a poner en duda nada después de que el pintor más cotizado en las actuales subastas no vendiera un sólo cuadro en su vida. Nadie se arriesga a meter la pata y, por lo tanto, todo vale. Como esta actitud se ha convertido en seña de identidad del mundo del arte actual todos callan incluso ante la evidencia. Y así podemos entender el silencio en torno a una obra de tan escaso interés, para la que se propone gastar más de 10.000 millones de pesetas, de las pesetas del conjunto de los ciudadanos.

www.laopiniondelanzarote.com

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