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¿Qué influye más en el comportamiento de la gente?

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Es una constante, en algunos medios, los ataques más o menos indirectos, a la llamada “familia tradicional” y a la religión, especialmente a la católica. Más allá de la información, no es inútil pensar una explicación de fondo.
¿Qué influye más en el comportamiento concreto del común de la gente, que, como media, descontando los casos extremos por un lado y por otro, representa más de un 60 ó 70% del total?


¿El paradigma dominante en la época, difundido sobre todo por los medios? ¿La experiencia concreta, cercana, de lo que ve en el entorno, las circunstancias familiares, los grupos o instituciones a los que se pertenece? ¿Las convicciones internas, el “modelo de vida”?

Tres factores

Esos tres factores –los principales junto a otros- influyen a la vez y, además, en algunos casos, se influyen mutuamente. Si las convicciones son fuertes y arraigadas, el paradigma mediático tendrá poca fuerza; si esas convicciones son débiles y poco fundadas, el paradigma determinará casi la conducta, ya que Vicente irá donde vaya la gente.

Partiendo de lo personal, de lo más íntimo, cuando las convicciones son sólidas y fundadas, eso será lo más influyente y decisivo. Pero eso se da en una escasa minoría de la población. Una convicción fundada no es una mera costumbre heredada, ni tampoco una especie de terquedad: implica esfuerzo por buscar y estudiar la verdad y coherencia entre lo que se cree y lo que se hace.

Un porcentaje mayor de gente se atiene a lo que ha visto hacer y a lo que se hace en su ámbito familiar. No se trata ya de convicciones adquiridas sino heredadas. Para esto hace falta que el modelo familiar funcione como una estructura relativamente sólida.

Un papel semejante al de la familia “estructurada” juega el grupo de amigos o la pertenencia a una organización, pudiendo ser esta muy diversa en sus fines: desde una tribu urbana a una ONG o una institución de carácter religioso, etc.

El influjo del paradigma que difunden los medios es el más débil, por ser externo. No es lo que “se ve en directo” y “se experimenta”, sino lo que “se ve” en imágenes reflejas, “se lee” o “se oye”. Más que determinar los comportamientos, los medios son “acogidos” por quienes ya, de antemano, piensan de ese modo. Es claro que existe, a partir de ahí, una influencia real de los medios, ya que estos cultivan las ideas, creencias, etc. de los que son afectos a ellos. Tal real es que N. escoge un medio de determinada tendencia como que el medio escoge a N.

Una hipótesis

Forjemos una hipótesis: si en la media de la gente (es decir, la mayoría de personas sin convicciones profundas, buscadas, conquistadas), la influencia de los medios es x, la influencia de su entorno cercano (familia, grupo de amigos, organizaciones a las que puede pertenecer) es nx, siendo n una cantidad positiva.

Todo esto no se puede medir exactamente, pero se puede mostrar su plausibilidad. Por ejemplo, es propio de cada época determinar, por medio de los medios (desde un sermón a un libro difundido, desde revistas al cine, desde la radio a la televisión, etc.) “lo políticamente correcto”, donde “políticamente” quiere decir, en realidad, “socialmente”. A través de los medios –de cualquier clase que sean- se busca imponer el paradigma, aunque se haga con armas diversas: desde la persuasión y la repetición a la demonización de las actitudes contrarias. Pese a eso, “lo socialmente correcto”, aunque parezca lo dominante, no logra reducir a una minoría, precisamente la más pensante, que se demuestra crítica e inconformista.

Opinión pública real y mediatizada

Esta hipótesis tiene mucho que ver con la productiva y esclarecedora distinción entre “opinión pública real” y “opinión pública mediatizada”.

La opinión pública real es la suma de las opiniones de todos los componentes adultos de una determinada sociedad, cosa que solo se puede saber con fiabilidad preguntando a todos ellos. Como eso es costoso e inviable en la práctica, se recurre a las encuestas de opinión. Pero las encuestas de opinión siempre están sesgadas: primero, por el modo, la calidad, la forma y el contenido de lo que se pregunta; después, por las diversas actitudes ante la “necesidad” de responder, ya que no es ninguna novedad que poca, alguna o mucha gente responde lo que piensa que debe responder, aunque no sea lo que realmente piensa.

La opinión pública mediatizada es la suma contrastada de la opinión que en la práctica defiende los distintos medios. En muchos casos esa opinión es la “línea editorial” y responde a intereses comerciales, ideológicos y políticos. Esa opinión pública mediatizada es en realidad la opinión de determinados grupos que desean adquirir más influencia haciendo pasar esa opinión particular por la opinión general y pública.

Aunque la experiencia cercana influya más en el comportamiento que los medios, la debilidad de esa experiencia es que está fragmentada, que no suma o, al menos que no se la ve sumar. Y quienes desean influir ideológicamente a través de los medios –lo que, entre otras cosas, significa que irá mejor el negocio de los medios– están interesados en fragmentar cada vez más la experiencia cercana.

El caso de la familia

Ejemplar es, en ese sentido, el tratamiento que recibe en no pocos medios la llamada “familia tradicional”.

Desde que el ser humano lo es, la familia estructural básica, lo que en antropología cultural se llama “familia nuclear”, es una sociedad de un hombre y una mujer que normalmente tienen hijos. Prescindiendo ahora de cualquier consideración ética o religiosa, esa familia “funciona” cuando asegura su unidad, condición indispensable para los fines del apoyo mutuo de los cónyuges (también en lo referente a la sexualidad), obtención de los medios de sustento y crianza y educación de los hijos. Esa unidad también puede darse en la unión de hombre y mujer, en lo que podría llamarse “matrimonio natural”, sin ceremonia de boda, aunque la ley siempre acabe regulando de algún modo esa “unión de hecho”. Así, lo que se suele llamar, con cierto matiz ideológico, “familia tradicional” no es más que la “familia funcional”.

Puede ocurrir y ha ocurrido siempre que el proyecto de familia no llegue a constituirse, por “abandono” de una de las partes. Esa circunstancia apenas se advierte si no ha habido descendencia, pero si la ha habido, se da la situación de “madre soltera” (y en casos menos frecuentes, la de “padre soltero”). Pero ya no se está ante una familia funcional, sino ante una situación de hecho.

La familia funcional es a la vez ideal y real. Pero, como ocurre siempre con la distinción entre lo ideal y lo real, puede darse un desajuste: la familia puede romperse, desunirse. El divorcio es un fenómeno casi tan antiguo como el ser humano. Si el divorciado o divorciada no tienen hijos, lo que resulta tras el divorcio no es una familia, sino un estado civil: separado/a, divorciado/a. Si el divorciado o divorciada contrae una nueva unión, lo que resulta es –a efectos civiles– una nueva familia que es, a la vez, funcional (si se da la condición de unidad) y disfuncional, sobre todo en el caso de que haya hijos del anterior matrimonio, lo que se advierte, desde el punto de vista de los hijos, en que tienen dos padres y dos madres. Situación que la buena voluntad puede dulcificar, pero no por eso deja de ser disfuncional.

Cuando se quiere atacar y fragmentar el ámbito cercano de la familia funcional, se empieza diciendo que la “familia tradicional” (es decir, la funcional) no puede considerarse el único ni el más valioso “modelo” de familia. Que familia es la madre soltera o el padre soltero y familias son los de los divorciados. Pero enseguida se va más allá: serán familia la unión de dos personas del mismo sexo, legalizando el mal llamado “matrimonio homosexual”.

Negar a madres o padres solteros, familias de divorciados y uniones homosexuales el carácter de familia funcional no quiere decir nada en contra de las personas que se encuentran en esas situaciones, quienes han de ver reconocidos sus derechos como seres humanos. Pero ofrecer ese abanico de “familias”, todas con el mismo rango, suele ser el modo indirecto de fragmentar y desprestigiar la familia funcional, que sigue siendo el mejor ámbito para el cuidado y la educación de los hijos, es decir, de todos, porque, aunque no todos sean padres o madres, todos somos hijos.

El caso de las instituciones

Después de la familia, o al mismo nivel, están las instituciones capaces de dar un sentido a la vida de la persona. Hay muchas, pero las más extendidas son las de carácter religioso.

Es cierto que en la historia de la humanidad, hasta hoy mismo, hay grupos que se han presentado como religiosos sin serlo en realidad, en la medida en que incitan a la división, al odio o al fanatismo. Si religión, en su sentido más elemental, es la “religación” del ser humano con Dios, y Dios es el Bien supremo, es incompatible con la religión favorecer el mal. La religión o es una religión de amor o no es religión. La tradición judeo-cristiana coincide en este principal mandamiento: “Amar a Dios sobre todas las cosas y amar a los demás como a uno mismo”. El cristianismo dio un salto de calidad al proclamar: “amaos los unos a los otros como Yo os he amado”.

Intentar el desprestigio de la religión en general y del cristianismo en particular (y del catolicismo con especial saña) es otro de los modos de acabar con los ámbitos de experiencia cercana, que proporcionan la formación necesaria para no sucumbir ante “lo socialmente correcto”.

Son consideraciones generales pero es el pensamiento crítico el que consigue ver el fondo de las cuestiones –en este caso los variados ataques a la familia y a la Iglesia– sin dejarse entretener demasiado por el goteo –a veces baboso– de la llamada información.
Rafael Gómez Pérez/Aceprensa

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