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La leyenda negra

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Pongamos que fuese posible desplazarse en el tiempo girando una ruedecilla, como esa que llevan los transistores pegada al chasis. Y que, al recorrer el dial, oyésemos de nuevo, en rápida sucesión, los comentarios que España ha cosechado en Londres, París, Nueva York o Roma durante los dos últimos años.

¿Qué percibiríamos? Una caída dramática de nuestra imagen en el extranjero. La mudanza se explica en parte por nuestros propios pecados: cifras macroeconómicas desalentadoras, y una política exterior errática. Pero hay más. Los observadores foráneos, máxime los británicos, parecen haber recuperado un desdén hacia lo español que sólo recuerdan por estos pagos los mayores de cincuenta años. Leire Pajín y el ministro de Fomento llegaron a insinuar, mientras sonaba el trueno gordo a principios de febrero, una conspiración internacional.

Propongo una tesis alternativa y me temo que más deprimente. Diarios como el Financial Times, y otros que tal bailan, combinan la maestría técnica con una carencia notable de espesor intelectual. Lo que ello significa en la práctica, es que un columnista medio del Financial, por diestro que sea en su oficio, está expuesto a los lugares comunes, sin excluir los más ramplones, que subsisten agazapados en su medio nacional.

¿Qué lugar común ha aflorado en Gran Bretaña, y no sólo en ella? El de la leyenda negra, atenuada por el tiempo en una suerte de prejuicio antiespañol, en una como tendencia a endosarnos estereotipos aprendidos en el tebeo. El ingreso en la normalidad europea, y algunos éxitos ulteriores, nos llevaron a pensar que el coco se había esfumado para siempre. Pero vuelve.

Vuelve como vuelven a las sobremesas los chistes de leperos. No se trata de una fantasía, ni de una paranoia, sino de un hecho, irritante para los españoles y documentable hasta la extenuación. Enfilemos el asunto con perspectiva.
La expresión «leyenda negra» fue acuñada en 1914 por Julián Juderías, un historiador dolido por el trato que se le ha dispensado a nuestro país desde hace siglos.

El texto que ha servido de modelo a la mayor parte de las diatribas antiespañolas es la Carta Persa nº78 de Montesquieu, contra la que Cadalso compuso una Defensa de la nación española. Montesquieu, por desgracia, vence a Cadalso.


La carta de Montesquieu es atrabiliaria, pero también ingeniosa, en tanto que Cadalso, además de escribir con una hinchazón y pesadez calderonianas, traiciona, en el fondo, un cierto acuerdo, un acuerdo intermitente, con la sátira de Montesquieu. Dos objetivos orientan la puntería de los antiespañoles: la Inquisición y la colonización americana. Y son tres los resortes de su encono: el rastro de viejas rivalidades históricas, el diferencial o gradiente protestante, y la militancia ilustrada, ganosa de estantiguas contra las que dirigir su artillería. Los resortes operan unas veces por separado, y otras, en mortífera sintonía.

Así, puede darse el caso de que un deísta ilustrado, de origen protestante y nacido en Francia, Inglaterra u Holanda, atropelle a España en su calidad de ilustrado, de exprotestante, y de miembro de la nación de que es natural. Helvecio reunió dos de las premisas: la de ser francés e ilustrado, y nos fustigó con un denuedo arrasador. Contribuyó también a fijar la escala a lo largo de la cual iban descendiendo los países.

Después de los buenos, venía Italia, una Roma tronada; seguía España, a continuación Portugal, y al fondo, muy al fondo, se extendía la mancha islámica, desde el estribo persa, al marroquí. El lepero ha obtenido su estrellato dudoso tras ser introducido en muchos chistes de leperos. La insistencia de Helvecio hizo no poco para que ganáramos un lugar bajo el sol en el espacio reservado por Europa al pelotón de los torpes.


Los ingleses fueron aún más hostiles, por obra quizá del factor religioso y la cruzada nacional contra el papismo. Lo muestra la violencia sorprendente con que, en contra de España, se emplea Malthus, pastor de la Iglesia de Inglaterra. En el Ensayo sobre los principios de la población, después de pintar con colores horrendos la colonización (Lib. II, cap. XIII de la edición de 1826), se despacha como sigue: «En el caso de Irlanda y España, y otros países del sur de Europa, las gentes se han degradado por entero y se multiplican como brutos, sin reparar en las consecuencias» (Lib. IV, cap, VIII).

Es interesante notar que Malthus nos mete a españoles e irlandeses, ambos católicos, en el mismo saco. Otro tanto haría Darwin, a quien faltó el canto de un duro, o mejor, sobró la travesía a bordo del Beagle, para convertirse en clérigo anglicano. En el Origen del hombre, dice atrocidades de los irlandeses y sugiere que la decadencia de nuestra raza podría deberse al hecho de que la Inquisición aniquiló a los españoles mejor dotados (Primera Parte, cap. V).

Habría podido esperarse que Edmund Burke, irlandés, conservador y criptocatólico, fuera más complaciente. Ni por ésas. En Thoughts on French Affairs (1791), asevera: «España es un país exangüe, sin nervio. Su nobleza le pesa como un dogal al cuello». Y así sucesivamente. No soy historiador de las ideas, y menos, de las ideas antiespañolas. Me he limitado a espigar ejemplos encontrados en lecturas dispersas.


El investigador sistemático podría formar con sus hallazgos una enciclopedia del tamaño del Espasa. Concluyo con un episodio menos conocido. Richard Ellmann, en su biografia de Joyce, menciona una carta de éste a su hermano Stanislaus, fechada en Roma en el año 1906. Exasperado por un rifirrafe reciente con un funcionario italiano, escribe Joyce: «¡Demonio! Rossini tenía razón cuando se quitó el sombrero delante de un español y dijo: -Usted me ahorra el baldón de ser el último de los europeos-».

La anécdota es obviamente apócrifa. Lo revelador es que Joyce la invoque con la naturalidad con que se cuenta, y reitero la analogía, un chiste de leperos.
¿Cómo hemos respondido los españoles a este coro de destemplanzas? El repliegue casticista ha sido frecuente. Y no lo ha sido menos la identificación completa, incluso extremosa, con nuestros críticos. Las dos reacciones son defensivas. Lo que distingue a la segunda, es su carácter indirecto: el agraviado intenta hurtar el cuerpo al agravio por el procedimiento de pasarse al bando rival.


Baroja se entregó con especial asiduidad a esta pirueta. La cita que sigue está tomada de Aurora roja: «Yo creo que para los meridionales, para todos estos mediterráneos medio africanos, lo mejor sería un gobierno dictatorial, fuerte, etc.»

El que habla es un personaje de ficción, pero detrás está Baroja. A principios del XX el aire estaba saturado de nietzcheanismo y biologismo, y ello ayuda a entender la rara brutalidad del pasaje. El racismo reflejo, el racismo dirigido contra uno mismo, contamina también a Ortega. En la España invertebrada, se remonta a unos visigodos «extenuados», «degenerados» -el concepto de «degenerado» viene del naturalista Buffon: se aplica a las especies que decaen por causa de un clima adverso- para explicarse nuestro fracaso como nación. Un fracaso radical. Tan radical, parece pensar Ortega, que España no ha fracasado. Más justo sería afirmar que ha empezado por no despegar siquiera.


El odio de sí, el self-hatred, que dicen los anglos, ha tenido un efecto lateral pero deletéreo: ha proporcionado a cada español un pretexto magnífico para ignorar o menospreciar a los restantes españoles. Como han señalado con acierto los viajeros extranjeros de todas las épocas, somos un pueblo de envidiosos. El éxito remoto se tolera, no el concreto y próximo. De esta pasión celosa deriva la mayor debilidad española: la discontinuidad del tiempo histórico, la brevedad y esterilidad de las generaciones. Aunque sólo fuera porque necesitamos querernos más, sería una tragedia que diéramos otra vez el gatillazo y volvieran a campear la inseguridad, el recelo, y la sórdida y recíproca malquerencia.
ÁLVARO DELGADO-GAL

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