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Van Meegeren, la vanidad del falsificador

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Demostrar que un cuadro es falso es casi tan difícil como demostrar que es auténtico. Este detalle estuvo a punto de llevar a la horca al copista de Vermeer, autor de una versión perfecta de Los discípulos de Emaús, que se llevó su secreto a la tumba


Miguel Ángel le vendió al papa Julio II como esculturas griegas algunas que él mismo había esculpido de propia mano. Era una estafa, pero no dejaban de ser esculturas auténticas de Miguel Ángel y sin duda con el tiempo fue el Vaticano, como siempre, el que salió ganando. Muchas veces le llevaban a Picasso uno de sus cuadros para que lo autentificara. Hubo casos en que el pintor se negó a reconocer su propia obra si esta ya no le gustaba. "¿Pero, maestro, no recuerda que le he comprado esta pintura a usted en persona en este mismo taller?", exclamó un coleccionista angustiado. "Es que yo también pinto a veces Picassos falsos", contestó el pintor.

Viendo que había salvado el pellejo Van Meegeren se negó a descubrir su secreto. Cómo envejecía el lienzo, cómo disolvía las tintas

A principios del siglo pasado el marchante Ambroise Vollard, el descubridor de Picasso, se pasaba el día dormitando en su tienda de la Rue La Boétie a la espera de que cayera por allí algún coleccionista a comprarle un cuadro. Un día sonó la campanilla y entró un americano de Oklahoma. Quería un Cézanne. El marchante le mostró seis óleos del pintor, los únicos que tenía, a quinientos francos cada uno. "Si me hace un precio, le compro los seis", dijo el comprador muy sobrado. "En ese caso le cobraré 3.000 francos por cuadro". El americano quiso saber el motivo de semejante veleidad. "Tiene su lógica", contestó el marchante. "Usted sólo me da dinero y a cambio yo me quedo sin un solo Cézanne". Otro día sonó la campanilla y entró en la tienda un clochard muy andrajoso con un pequeño lienzo en la mano. Estaba firmado por un tal Van Gogh y representaba a un tipo de mirada salvaje, la barba rojiza, el rostro anguloso bajo un sombrero de fieltro. Era un autorretrato. El clochard estaba dispuesto a cedérselo por cualquier cantidad que le permitiera comprarse una botella de calvados. El señor Vollard reconoció la figura del lienzo a primera vista y le dijo al clochard que el cuadro era falso. El autorretrato auténtico de Van Gogh se lo había vendido el propio marcharte al barón de Rothschild y estaba colgado en la chimenea del salón principal de su mansión en París. Puesto que era una copia mala que no valía siquiera una botella de calvados el clochard abandonó el lienzo en la tienda y se largó sin dejar rastro. El falso autorretrato de Van Gogh quedó arrumbado en el suelo entre otros cuadros y cachivaches, de forma que desde la mesa Vollard tenía siempre a la vista aquella figura de rostro de cuchillo, que no le apartaba su mirada salvaje como si le recriminara su pasividad disuelta siempre en una continua modorra. Después de algunos meses esa figura se había convertido en una obsesión. Aquellos ojos estaban vivos y expresaban una verdad. Para salir de dudas, con el lienzo bajo el brazo el marchante se dirigió a la mansión del banquero y pidió comparar los dos autorretratos. Le bastó un solo minuto para llegar a la conclusión de que el Van Gogh auténtico era el del clochard, pero cuando preguntó por él en Montmartre le dijeron que se había arrojado al Sena.

Todos los cuadros son falsos mientras no se demuestre lo contrario. Cuando André Malraux fue nombrado por De Gaulle ministro de Cultura inició la labor en el ministerio con dos actos simbólicos: primero obligó a limpiar todas las fachadas de París y después se paseó por todos los museos, tiendas de cuadros y galerías, requisó los lienzos falsos de Utrillo y de Corot que encontraba, hizo con ellos una pira en la plaza de Ravignan y así ardieron al menos trescientos lienzos atribuidos a estos dos pintores. Si un ángel exterminador realizara un vuelo rasante sobre todos los museos y pinacotecas del mundo y acercara su espada flamígera a todas las obras de arte falsas o mal atribuidas desde el tiempo de los faraones hasta hoy serían muy escasas las que resistirían la prueba del fuego hasta el punto de que gran parte de la historia quedaría vacía. Pero demostrar que un cuadro es falso es casi tan difícil como demostrar que es auténtico. Este detalle estuvo a punto de llevarle a la horca a Van Meegeren, al falsificador de Vermeer.

Cuando al final de la Segunda Guerra Mundial en la Bélgica liberada comenzó la caza de colaboradores con los nazis la investigación llegó hasta las oficinas de un banquero en cuyos papeles constaba la venta al mariscal Goering de un cuadro de Vermeer, titulado Mujeres sorprendidas en adulterio. El banquero se sacudió las pulgas de encima delatando al verdadero vendedor, un tal Van Meegeren, pintor de tercera categoría, quien fue detenido el 29 de mayo de 1945 y después de un juicio rápido se le condenó a muerte por traición a la patria y colaboración con el enemigo. En el juicio Van Meegeren manifestó en su defensa que había falsificado ese cuadro. No sólo ese, perteneciente a la colección privada de Goering, sino también otros del mismo pintor. Durante años se había vengado de la indiferencia que despertaba su talento falsificando al más grande artista holandés del siglo XVII, del que sólo se conocían 37 obras. De hecho uno de sus cuadros falsos, Los discípulos de Emaús, había sido certificado por Brodius, el especialista de más prestigio, como una obra maestra de Vermeer y la Sociedad Rembrandt la había adquirido por 170.000 dólares. Los jueces no le creyeron, dada la perfección del trabajo. Pero en este caso su vanidad de artista entró en colisión con la muerte. Pudo haber repetido la hazaña del general Della Rovere, un impostor que se dejó fusilar como héroe, siendo un simple falsario con dotes de actor que había engañado a los nazis. Aunque a Van Meegeren le halagaba que su talento fuera reconocido públicamente ante un tribunal, no estaba dispuesto a arrastrar su vanidad hasta el pie de la horca.

Para demostrar su inocencia pidió que le llevaran a la celda un lienzo y todos los colores, aceites y pinceles necesarios. Comenzó a falsificar el cuadro de Vermeer titulado Jesús entre los doctores. Dada la habilidad de su mano, a mitad del trabajo, los jueces cambiaron de opinión. La pena de muerte por traición a la patria, malversación del patrimonio nacional y colaboración con el enemigo fue conmutada por una condena a dos años de cárcel por simple falsificación. Viendo que había salvado el pellejo Van Meegeren se negó a descubrir su secreto. Cómo envejecía el lienzo, cómo obtenía los mismos pigmentos que usaba Vermeer, cómo disolvía las tintas viejas, cómo sometía al horno la tela para conseguir el craquelado peculiar del siglo XVII, cómo pegaba al lienzo pelos de comadreja sacados de los pinceles de la época y otras manipulaciones todavía más elaboradas se las llevó Van Meegeren a la tumba.

Queda dicho que demostrar la falsedad de un cuadro es a veces una labor muy ardua. En este caso, más allá de la sentencia del tribunal, el juicio continuó entre historiadores y estetas por un lado, físicos y químicos por otro. Unos seguían defendiendo la autenticidad de los Vermeer, pese a la propia confesión del falsificador. Las palabras que adornan los sentimientos estéticos ante cualquier obra de arte pueden formar un laberinto del que es imposible salir. Así sucedía con el cuadro Los discípulos de Emaús, hasta que fue sometido a un examen químico en un laboratorio inglés donde se demostró que Van Meegeren había usado fenol formaldehído para disolver las tintas secas y el azul cobalto mezclado en el lapislázuli, dos sustancias que no fueron descubiertas hasta el siglo XIX. Finalmente Van Meegeren había sido científicamente desenmascarado, pero de esta afrenta ya no se enteró, puesto que murió antes de un ataque al corazón en la cárcel, en 1947. Algunas esculturas griegas del Vaticano son de Miguel Ángel y en el Rijksmuseum de Amsterdam los falsos Vermeer son tanto a más visitados que los auténticos.
MANUEL VICENT

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