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Los trazos de un divino enamorado

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No constan las circunstancias concretas en las que Miguel Ángel Buonarroti (1475-1574) conoció al joven noble romano Tommaso di Cavalieri; sí, y con qué abrumadora permanencia, los efectos de la conmoción que sacudió al más grande de los artistas del Renacimiento cuando en el invierno de 1532, con 57 años, cayó rendido ante el hermoso, culto y gentil aristócrata que se convertiría de inmediato en el gran amor de su vida.

Aunque los cuarenta sonetos que dedicó a Cavalieri son la más divulgada de las manifestaciones de aquella pasión de madurez que acabaría remansándose en amistad inquebrantable, el artista florentino también obsequió a su amado con una colección de dibujos que se cuentan entre los mejores del Renacimiento.

Y de la historia del género, por lo tanto. Varios de ellos, agrupados en torno al prodigioso «Il sogno» («El sueño») se exponen estos días en la londinense Courtauld Gallery. Desde allí, más allá de su belleza, los dibujos invitan a reflexionar sobre el impacto del ardor amoroso en la creatividad y sobre el modo en que el arte intenta conciliar las contradicciones más abismales del ser humano.

El eje de esa colección de dibujos que -según cuenta Vasari, primer biógrafo de Miguel Ángel-, Cavalieri llegaría a guardar «como reliquias» es una bellísima y compleja alegoría de intenciones moralizantes. El conjunto, dibujado con una maestría insuperable, representa a un bello joven desnudo al que cercan los pecados capitales; sobre él, una figura alada acaba de despertarlo soplando una trompeta sobre su frente. La figura central del joven desnudo y el tono de advertencia moral están también presentes en el resto de los dibujos que el artista empezaría a remitir a Cavalieri casi de inmediato, ya en enero de 1533: «El castigo de Tito» -un gigante lujurioso-, «La caída de Faetón» -el imprudente hijo de Apolo que quiso conducir el Carro del Sol-, «El rapto de Ganímedes» -el más hermoso de los mortales- y una «Bacanal» poblada de figuras infantiles.

Escribe Vasari que Miguel Ángel quería suministrar al joven Cavalieri, que fue durante un breve tiempo alumno suyo, ejemplos para sus prácticas de dibujo. Y de paso, ejemplos morales. Pero es obvio que eran también las ofrendas de un enamorado que había puesto en ellas lo mejor de sí y las sometía a la aprobación de Cavalieri como una forma de ser aprobado él mismo. No era la primera vez que Miguel Ángel intercambiaba prendas amorosas en forma de arte. A Cecchino dei Bracci le diseñó su propia tumba, en Santa Maria in Aracoeli de Roma, y de Giovanni da Pistoia recibió él mismo ardientes sonetos.

Pero en este caso -y en ello reside uno de los aspectos más conmovedores de esta pasión- el hombre apodado «el Divino», el mismo soberbio creador que se había enfrentado al criterio de un Papa para defender su obra, el artista que convirtió la perfección en su mayor agonía, no sólo obsequiaba sus dibujos de plena madurez: los sometía a las críticas y las correcciones de un joven aprendiz. Y las atendía, a juzgar por la transformación del boceto de «La caída de Faetón» conforme a las indicaciones de Cavalieri. Éste sugirió que las helíades, hermanas de Faetón, apareciesen como mujeres, no metamorfoseadas en árboles como en el pasaje de Virgilio sobre el mito en que se había apoyado Miguel Ángel en su boceto.

Pero además es evidente que Buonarroti trasvasaba a las figuras de los jóvenes de sus dibujos el ímpetu y la sensualidad de su deseo; incluso si éste era, como escribió en uno de sus poemas a Cavalieri, un «casto deseo que al corazón enciende». No en vano, el joven había irrumpido en la vida del artista en una época en la que la religiosidad y la contención habían ganado mucho terreno a sus pasiones de juventud. Aunque, como suele suceder, no todo el terreno.

Como el amor que profesaría a Vittoria Colonna sólo unos años después, el que Miguel Ángel sintió por Cavalieri fue un amor inconsumado. Lo que posiblemente nunca sepamos con exactitud es si, al contrario de lo que sucedió con Colonna, el deseo de Miguel Ángel por su aristócrata fue también casto por necesidad. Es verdad que Cavalieri le escribió: «Nunca amé a hombre alguno como a vos»; pero en el momento en el que lo escribió, «amor» podía traducirse perfectamente como «admiración» y algo más tarde por «amistad». Una amistad que acompañó a Buonarroti durante toda su vida e incluso en el lecho de muerte. Nada menos. Pero nada más.

Lo que sí parece claro es que para el artista fue tal vez el caso más complejo y extremo de una tensión que marcó su vida y su obra: la conciliación de su pasión por el cuerpo, en particular el masculino, y su espiritualidad cristiana incluso después de filtrada por el neoplatonismo. Como muchos de sus contemporáneos, Miguel Ángel -releyendo a Platón a la medida renacentista-, profesó un amor a la belleza de lo terrenal que buscaba ser reflejo del amor a Dios y camino para acceder a la verdad y al conocimiento. Algo, por otra parte, profundamente coherente con su papel histórico como gran puente entre los valores estéticos del mundo clásico y los del cristianismo.

Pero esa síntesis no es sencilla. Ni en el arte ni en la vida. El cuerpo es insistente y Miguel Ángel Buonarotti pasó toda su vida admirando, esculpiendo y trayendo al mundo los cuerpos más hermosos, aunque fuesen idealizados en piedra, pintados o, como es el caso, dibujados. Muchos de sus biógrafos e intérpretes coinciden en que esa sima es el volcán de donde brota el carácter tormentoso, conflictivo y finalmente sombrío del Miguel Ángel que se autorretrató a sí mismo como un pellejo vacío esperando una incierta sentencia en el «Juicio Final». En ese sentido, la propia vida del artista perpetuamente insatisfecho podría recibir el mismo término que se acuñó para darles dignidad de obras acabadas a las que no pudo rematar: un «nonfinito».

En todo caso, en 1532, cuando Miguel Ángel dibujó «El sueño» y sus hermanos quedaban aún mucho para que escribiera «mi amiga es la melancolía; mi reposo, el tormento». Los expuestos en Londres son los dibujos de un hombre maduro y de un artista en plenitud, ambos recién enamorados. No es descabellado conjeturar que Miguel Ángel pudiese haber pensado en sí mismo al trazar la imagen de un cuerpo vigoroso cercado por las tentaciones; de ser así, el ángel hizo sonar con claridad su trompeta y el despertar del artista se plasmó en unos papeles que son la expresión a la vez briosa y dominada de un amor tardío.

2 J. C. GEA

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