Dio comienzo la Feria taurina de Jerez con la tradicional corrida de rejones, festejo que con tanto predicamento cuenta en esta ciudad, que tan de cerca vive todo lo relacionado con el toro y con el caballo. Y el comienzo de la feria no ha podido comenzar mejor, pues resultó un acontecimiento triunfal en el que los tres rejoneadores salieron de la plaza a hombros izados por capitalistas y entre el loor de la multitud.
Para que ello fuera posible el trío de excelsos jinetes había dictado sobre la arena toda una lección de la más consumada doma, había pisado terrenos inverosímiles y verificado las suertes con una perfección insospechada en años no muy lejanos. Pero a esta perfección aparente sólo habría que reprocharle un pequeño detalle. En la que debería ser recia lid entre dos animales, se ha llegado al punto, también inimaginable en tiempos no muy remotos, en el que sólo se mueve uno de los actuantes: el caballo. Porque en este rejoneo de tan exquisita ejecución, el toro sólo constituye un blanco fijo para ser asaeteado con múltiples hierros toricidas desde la cabalgadura.
La embestida uniforme y acompasada que siempre derrocharon sus ejemplares, convirtieron a la vacada de Fermín Bohórquez en la predilecta para las corridas de rejoneo. Pero de tanto buscar las embestidas suaves que no provocaran sobresaltos a sus matadores nos hemos topado, a la postre, con toros carentes de poder, de fuerzas, de movilidad y de vibración. Caracteres que se antojan imprescindibles para que el toreo, ya sea de proceder bípedo o cuadrúpedo, prenda la llama de su emoción en el alma entregada del espectador.
Bajo semejantes parámetros, Fermín Bohórquez desplegó su primoroso toreo a caballo para encelar al astado distraído y aquerenciado en tablas que abría plaza. Cumplimentó un lucido tercio de banderillas compuesto por tres rehiletes y dos pares a dos manos de exquisita reunión y correcta ejecución. Erró con el rejón de muerte y perdió unos trofeos que sí conseguiría en el cuarto, al que propinó un rejonazo certero de efecto fulminante. Tanto en éste como en su primero, lo más destacado de su actuación consistió en desplegar su amplio repertorio de recursos lidiadores con el fin de estimular la acometida de animales de embestidas tan suaves como renuentes, que tan clamorosamente proclamaban su mansedumbre. Mas tan pésimas condiciones no constituyeron óbice para que Fermín realizara todo un alarde de sus esencias toreras y de su raza de gran rejoneador.
También los enemigos de Pablo Hermoso de Mendoza rehuían la pelea y desistían de perseguir al caballo que los citaba e incitaba para la lid. A lomos de las perlas de su extraordinaria cuadra como «Antoñete» o «Silveti» puso su excelsa doma al servicio del toreo, un toreo de absoluto dominio, de extrema exposición, de belleza arrebatada. Jugueteaba por los adentros con los toros, cuyas embestidas conducía con primorosa suavidad, con temple y delicadeza. Completó grandiosos tercios de banderillas, compuestos por un verdadero aluvión de banderillas largas, cortas y jugueteos postreros en l a cara de los astados. Caló en los tendidos la elegancia del navarro, como también lo hizo el arrojo y espectacularidad demostrada por Diego Ventura. Como sus compañeros, hubo de esforzarse ante oponentes escasos de tracción y carentes de casta, a los que supo embeber con sus caballos en lidia solvente y decidida. Tres pares de banderillas al que cerraba plaza, en las que cambia el viaje en el último instante tras acercarse hasta la misma cara del toro, constituyeron el momento álgido de su animosa actuación.
Con los tres espadas a hombros se cerraba una tarde grandiosa de rejoneo y ausente de enemigos.
Para que ello fuera posible el trío de excelsos jinetes había dictado sobre la arena toda una lección de la más consumada doma, había pisado terrenos inverosímiles y verificado las suertes con una perfección insospechada en años no muy lejanos. Pero a esta perfección aparente sólo habría que reprocharle un pequeño detalle. En la que debería ser recia lid entre dos animales, se ha llegado al punto, también inimaginable en tiempos no muy remotos, en el que sólo se mueve uno de los actuantes: el caballo. Porque en este rejoneo de tan exquisita ejecución, el toro sólo constituye un blanco fijo para ser asaeteado con múltiples hierros toricidas desde la cabalgadura.
La embestida uniforme y acompasada que siempre derrocharon sus ejemplares, convirtieron a la vacada de Fermín Bohórquez en la predilecta para las corridas de rejoneo. Pero de tanto buscar las embestidas suaves que no provocaran sobresaltos a sus matadores nos hemos topado, a la postre, con toros carentes de poder, de fuerzas, de movilidad y de vibración. Caracteres que se antojan imprescindibles para que el toreo, ya sea de proceder bípedo o cuadrúpedo, prenda la llama de su emoción en el alma entregada del espectador.
Bajo semejantes parámetros, Fermín Bohórquez desplegó su primoroso toreo a caballo para encelar al astado distraído y aquerenciado en tablas que abría plaza. Cumplimentó un lucido tercio de banderillas compuesto por tres rehiletes y dos pares a dos manos de exquisita reunión y correcta ejecución. Erró con el rejón de muerte y perdió unos trofeos que sí conseguiría en el cuarto, al que propinó un rejonazo certero de efecto fulminante. Tanto en éste como en su primero, lo más destacado de su actuación consistió en desplegar su amplio repertorio de recursos lidiadores con el fin de estimular la acometida de animales de embestidas tan suaves como renuentes, que tan clamorosamente proclamaban su mansedumbre. Mas tan pésimas condiciones no constituyeron óbice para que Fermín realizara todo un alarde de sus esencias toreras y de su raza de gran rejoneador.
También los enemigos de Pablo Hermoso de Mendoza rehuían la pelea y desistían de perseguir al caballo que los citaba e incitaba para la lid. A lomos de las perlas de su extraordinaria cuadra como «Antoñete» o «Silveti» puso su excelsa doma al servicio del toreo, un toreo de absoluto dominio, de extrema exposición, de belleza arrebatada. Jugueteaba por los adentros con los toros, cuyas embestidas conducía con primorosa suavidad, con temple y delicadeza. Completó grandiosos tercios de banderillas, compuestos por un verdadero aluvión de banderillas largas, cortas y jugueteos postreros en l a cara de los astados. Caló en los tendidos la elegancia del navarro, como también lo hizo el arrojo y espectacularidad demostrada por Diego Ventura. Como sus compañeros, hubo de esforzarse ante oponentes escasos de tracción y carentes de casta, a los que supo embeber con sus caballos en lidia solvente y decidida. Tres pares de banderillas al que cerraba plaza, en las que cambia el viaje en el último instante tras acercarse hasta la misma cara del toro, constituyeron el momento álgido de su animosa actuación.
Con los tres espadas a hombros se cerraba una tarde grandiosa de rejoneo y ausente de enemigos.
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