PILAR QUIJADA
De niño, su lugar favorito era la copa de algún árbol al que le gustaba encaramarse. Ahora uno de sus sitios de recreo en Madrid es el Jardín Botánico, donde «recarga las pilas» entre árboles de los cinco continentes y donde se encuentra uno de los mayores bancos de germoplasma de Europa.
Para Juan Carlos del Olmo entrar en el Jardín Botánico de Madrid es como entrar «en un templo de la naturaleza, donde se respira paz y se siente también el frescor que proporcionan los árboles». Un auténtico búnker de biodiversidad, en medio del humo de la ciudad, que preserva en su interior 5.000 especies de todo el planeta. «Una joya situada donde corresponde, al lado del Prado, que se construyó para ser museo de Ciencias Naturales», explica.
Son muchas las razones para elegir este sitio: «Yo amo el medio ambiente y por eso lo defiendo. De hecho vivo en un pueblo de los alrededores de Madrid, aunque trabajo aquí. Cuando estoy en la capital a diario y necesito escaparme para recargar las pilas y pensar, éste es mi lugar preferido».
Las ocho hectáreas sobre las que se asienta el que sigue siendo uno de los mejores botánicos de Europa, reflejan lo que está pasando con la biodiversidad, explica Del Olmo: «El botánico ha ido perdiendo terreno desde su creación. A finales del siglo pasado le quitaron dos hectáreas para construir el Ministerio de Agricultura. Luego tuvo que ceder más para la cuesta del Moyano, y al final se ha quedado en esta superficie de unas ocho hectáreas», todo un símbolo de nuestro impacto sin precedentes sobre el planeta: «Las especies están desapareciendo a una velocidad entre cien y mil veces mayor de lo habitual. En lo que se refiere a los bosques, cada día se pierde el equivalente a 2.700 botánicos como éste, según datos de la FAO». A medida que paseamos por el recinto, Juan Carlos explica que le gustan mucho los árboles y lo demuestra cuando habla con estusiasmo de los más significativos que nos vamos encontrando.
La primera parada, casi obligada, es junto a un olmo: «Este árbol es muy especial, aparte de que “es el mío” porque compartimos nombre. Estaba en las riberas de todos los arroyos, pero un escarabajo le transmitió la grafiosis y los arrasó. En una década desaparecieron de Castilla y sólo quedan los ejemplares aislados, como éste, separados entre sí una distancia mayor de la que el escarabajo puede recorrer para inocularles el letal hongo». En Castilla, las viejas olmas fueron testigos de los concejos abiertos que se celebraban a su alrededor: «Había una gran tradición, hasta el punto de que no se sabe qué fue primero, si el pueblo, la iglesia o el olmo. Nosotros estamos tratando de recuperar las viejas olmedas».
Nos topamos ahora con un tejo, considerado sagrado en mucho lugares: «En Galicia, Asturias, País Vasco, Cantabria, y en otros lugares de Europa están plantados a la puerta de las ermitas. Tienen un crecimiento muy lento y algunos pueden llegar a vivir mil años». La toxicidad de sus hojas, letales para las caballerías, le hizo caer en desgracia y se arrancaron muchos. Las brujas danzando a su alrededor aumentaron su leyenda negra. «Hay que hacer un esfuerzo para recuperarlos».
De árbol en árbol
Como si estuviéramos en un gigantesco juego de la oca, vamos recorriendo los caminos del Jardín de árbol en árbol mientras hablamos del tema ineludible: «Esta crisis no es sólo económica, es también de recursos naturales.
Entramos en una época en la que debemos aprender a gestionar la escasez. Hasta ahora hemos gestionado la abundancia y en treinta años nos hemos comido un tercio de los recursos dela Tierra. A este ritmo, necesitaríamos dos planetas para mantener el nivel. Estamos aprendiendo ahora que los recursos son limitados». Una conversación de la que es testigo una secuoya gigante, «uno de los árboles más altos del mundo y que representa a los bosques más ancianos».
Mientras paseamos, se oye a los mirlos y los carboneros. Las ardillas no se dejan ver, pero las piñas raídas delatan su presencia, en uno de los pocos lugares donde pueden saltar en un instante sobre árboles de los cinco continentes. Mirando hacia arriba, para intentar divisar una, nos topamos con un imponente falso plátano que parece no tener fin, a cuya sombra descansan algunos paseantes. Del Olmo explica que en las ciudades estos plátanos de sombra han tenido un éxito enorme incluso en medio del humo de las concurridas vías madrileñas. «Aunque se podan para que sean más achaparrados y se unan sus ramas para dar sombra». Nada que ver con el que tenemos frente a nosotros, de más de tres metros de diámetro. En su corteza, los eternos mensajes de los enamorados o de quienes no se resignan a pasar desapercibidos: «Los árboles son testigos de toda nuestra historia, incluso de la más inmediata», comenta riendo.
En realidad, la escritura tiene una gran deuda con los árboles. Y el eucalipto que acabamos de encontrar nos lo recuerda: «Es un árbol increíble, adaptado a vivir en condiciones extremas. Un auténtico monumento natural. En España se ha abusado mucho de ellos. En los 70 y 80 se arrancaron grandes superficies de monte mediterráneo, como alcornocales y encinares, o hayedos y robledales para sustituirlos por eucaliptos para producir papel. Fue un error importante y ahora el reto está en encontrar dónde producirlos, como en los terrenos agrícolas abandonados o con escaso valor para la biodiversidad, y gestionarlos como un cultivo más, para que cada país cargue con su producción en lugar de desentendernos del problema».
Antes de salir, nos detenemos ante un colosal pino piñonero: «Es un árbol muy importante. Es el típico pino mediterráneo. En ejemplares como éste crían las grandes águilas, como la imperial, porque son buenas atalayas. Yo de jovencito me subía por estos pedazo de pinos a anillar águilas en el nido. Subía sin arnés, trepando. Lo aprendí de los “hombres araña” del oeste de Madrid, familias enteras que toda la vida han recogido el piñón. Se ponen dos ganchos en las botas sujetos a una pletina de hierro y te quedas alucinado de la forma en que suben con 60 años, sin arañar el pino ni dejarle marcas».
Lo de subir a los árboles, confiesa, le viene de pequeño, «yo era como el barón rampante, siempre estaba subido en algún árbol». Ahí se enraíza también su cariño por la naturaleza que quiere transmitir a su hija de 9 años: «Es importante que tenga ese contacto con la naturaleza del que pudimos disfrutar en nuestra generación. No se trata de que sepan distinguir los animales sino de que se manchen con el barro o persigan una lagartija, que les dé el aire en la cara. Que puedan sentir esa libertad y ese contacto con la Tierra de la que somos una prolongación».
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