Ha muerto en la cúspide de una gloria tardía, pero cosmopolita, Louise Bourgeois, cuya obra contribuyó a cambiar el rumbo de la escultura de nuestro tiempo. Sus arañas, sus células, sus espacios interiores, escapan a todas las escuelas artísticas, para terminar creando un mundo único, propio, onírico, profundamente turbador.
Louise Bourgeois nació en París (1911) en el seno de una familia burguesa, cuyos principales negocios estaban relacionados con la compra / venta y restauración de tapicerías. Estudió matemáticas en la Sorbonne. Pero muy pronto comenzó a coquetear con la geometría y el arte cubista. Estudió bellas artes y trabajo como asistenta de Fernand Léger.
En 1938 conoció en París al que sería su esposo, Robert Goldwater, con quién se instaló en Nueva York, donde celebró una primera exposición en 1940. Su obra creció en la más absoluta y soledad. Durante los años 50, 60 y 70 del siglo XX, la escultura trabajó sin éxito, al margen de escuelas, construyendo una obra que continuó ramificándose de manera majestuosa.
Lentamente, Louise Bourgeois construyó una obra entre intimista y exhibicionista, que desembocaría en las grandes obras e instalaciones de su madurez: células construidas con turbadora minuciosa, evocando el universo cerrado de una niña perseguida por el fantasma de una familia que se hunde, a sus pies; arañas siempre más gigantes, entre “maternales” e inquietantes, perdidas en la inmensa soledad del infierno urbano.
Sus primeras obras, geométricas, abstractas, comenzaron con los años a cobrar formas siempre más precisas. Hasta culminar en un universo definitivamente propio, indisociable de las pesadillas de una niña que contempla el hundimiento fáustico del hogar.
A partir de los años 90 del siglo XX, Louise Bourgeois comenzó a recibir homenajes internacionales, en Londres, en Nueva York, en París. A los homenajes siguió un reconocimiento definitivamente universal. Y la celebridad definitiva culminó con la fascinación internacional con sus gigantescas arañas, esculturas en bronce o hierro, de enormes proporciones, instaladas a la puerta de grandes museos o grandes plazas.
Con la gloria, el reconocimiento se transformó en una apoteosis. Ignorada durante varias décadas, Louise Bourgeois comenzó a ser calificada como “la más grande artista viva”, tras la magnas exposiciones de la Tate Gallery y el Centro Pompidou.
Con los años, los fantasmas y obsesiones adolescentes habían tomado una dimensión crítica, onírica. El antiguo hogar familiar, poblado de negros fantasmas, se transformaba en una célula carcelaria. El sexo, la sexualidad, la maternidad de la mujer, recibían homenajes irónicos y críticos. Sus grandes arañas eran y son, al mismo tiempo, “madres” que tejen una tela de araña donde ellas preservan lo más íntimo de la vida, y fantasmas “vengadores” que vagan errantes en el infierno urbano, paseando su inmensa soledad.
La más célebre de sus arañas de llama “Maman”, “Mamá”. Ella sola encarna el universo fantasmal de una escultora cuya obra escapa, hoy por hoy, al “canon” de todas las escuelas. Sus raíces se pierden en el infierno familiar. Sus profecías negativas abren nuevas perspectivas a la escultura de nuestro tiempo. Louise Bourgeois reintrodujo el arte de esculpir en la intimidad más honda del alma humana, proponiéndonos la consumación de exorcismos que son profecías de un mundo y un arte nuevo.
JUAN PEDRO QUIÑONERO | PARÍS
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