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Japón frente al tsunami

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Japón nos ha dado un ejemplo de comportamiento frente a la tragedia. Hemos visto a un pueblo que actúa con previsión, orden y civismo ante la catástrofe que lo golpea —a un pueblo que tiene en su casa, cada uno de sus miembros, lo indispensable para sobrevivir, un maletín lleno de cosas tan diversas como una linterna, una botella de agua, un mapa de la zona, una cuerda, unos cerillos, una caja de galletas, un botiquín con medicamentos. Y nos hemos preguntado si nosotros también estamos preparados. Pues la precaución de los japoneses les ha permitido, hasta ahora, sobrevivir a una tragedia que, en países menos cautos, hubiera provocado una hecatombe.


Pero Japón nos ha dado, también, un ejemplo de comportamiento menos señalado por los medios, que no lo destacan salvo para criticarlo: serenidad, prudencia, aceptación. Es algo para lo cual los prepara su religión y su cultura, una especie de desapego frente a las vicisitudes de la vida, común entre los orientales, que provoca rechazo entre nosotros, los occidentales. Japón es una isla llena de montañas. ¿Qué pueden hacer los japoneses? ¿No vivir junto al mar, que les permite viajar, comerciar y comer? ¿Buscar refugio en las montañas? ¿Resignarse a vivir con miedo?

Ambas actitudes, la previsión y la resignación, en apariencia contradictorias, son en realidad complementarias. Porque hay que hacer todo lo necesario para enfrentar la furia de la naturaleza, pero hay que saber aceptar las cosas que no podemos impedir que sucedan. Para una mentalidad no oriental es algo muy difícil de admitir, pues nosotros, los occidentales, estamos demasiado convencidos de que podemos controlarlo todo con la ciencia y la tecnología. Nuestra fe en ellas linda con la superstición.

Japón es la nación de los tsunamis. El país ha tenido que aprender a convivir con ellos. La palabra, como lo sabemos, es de origen japonés, formada por dos caracteres tsu (puerto) y nami (ola): ola de puerto. Existen pocos ejemplos en otros idiomas, casi todos circunscritos a los hablados por los pueblos de las regiones que los sufren: aazhi peralai en tamil y smong en defayán, una lengua del oeste de la costa de Sumatra, en Indonesia. Japón es el país que tiene el mayor número de tsunamis registrados en el mundo —aunque no ha vivido el tsunami más grande (ese ocurrió en Alaska en 1958, un tsunami de olas que alcanzaron 580 metros de altura) ni ha vivido el tsunami más mortífero (ese ocurrió en el océano Indico en 2004, un tsunami que provocó alrededor de 250 mil muertes en Asia). Hay cerca de 200 tsunamis registrados en la historia de la isla de Japón. El primero de ellos ocurrió en la península de Kii, el 29 de noviembre de 684, provocado por el Gran Terremoto de Hakuho. Más tarde aconteció el primero de los que han sido registrados en Sendai, en 869.

Los tsunamis son parte de Japón. Por eso los japoneses actúan con previsión y por eso, también, reaccionan con aceptación. Serenidad, prudencia, resignación. Los diarios de Occidente (el New York Times, por ejemplo) critican esta actitud: que las autoridades del país estén tan resignadas, que expresen tantas dudas ante la tragedia de Fukoshima. Pero es una actitud que enfrenta con toda honestidad la realidad: hay cosas imposibles de cambiar, existen dudas sobre lo que puede suceder. Esta honestidad ante los hechos fue reflejada en las palabras sabias y mesuradas —tal vez irritantes para los occidentales— con las que habló a su pueblo el emperador Akihito, en el primer mensaje por televisión que da en los años que lleva en el trono de Japón. Les dijo a sus compatriotas: “Espero que el pueblo pueda superar este momento desafortunado cuidándose los unos a los otros”.
ctello@milenio.com

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