'La llamada de los árboles'Antonio Colinas

Antonio Colinas tiene un libro, me temo que casi desconocido, incluso para sus lectores más devotos, titulado 'La llamada de los árboles'. Forma parte de una colección de textos minúsculos, de carácter divulgativo, en la que se incluyen títulos tan sugestivos como 'Leyendas y mitos de las flores', 'El misterio del perfume', 'Recetas para enamorar', 'Los misterios del mar', 'El lenguaje de los pájaros', o 'Hadas y Elfos'. En su libro, Colinas pasa revista a esos árboles familiares que tan discretamente nos acompañan, y nos cuenta curiosidades acerca de su origen o de su presencia en el mundo del relato y la poesía.


Por ejemplo, nos dice que Salomón construyó su templo con madera de cedro, que el perfume del cinamono es uno de los más delicados que existen, que el centauro Quirón regalaba lanzas de fresno a los novios que se casaban ante su gruta, que en los encinares de Dodona, en Grecia, se desvelaban los oráculos escuchando el silbo del viento o el arrullo de las palomas en su follaje, o que el sauce fue el árbol melancólico bajo el que se suicidó la dulce Ofelia. Cuando llega al almendro, Colinas nos recuerda unos versos del escritor griego Kazantzakis que dicen así: «Háblame de Dios, le dije al almendro. / Y el almendro floreció».


El amor a los árboles, nos cuenta Antonio Colinas, creció en él con la naturalidad con que crece el amor a las cosas y los seres más familiares y necesarios, pues los árboles son sin duda uno de los compañeros más fieles y discretos del hombre en su paso por esta tierra. Un amor, en suma, que se origina en la infancia y que en nuestro poeta tiene unos cuantos nombres propios: el viejo nogal que había en su pueblo junto a una fuente de agua ferrosa, los ciruelos del huerto de una de sus tías, que al llenarse de frutos semejaban árboles de oro, o los álamos blancos a cuyas ramas, tan semejantes a miembros humanos, escalaba para hacer suyo el temblor del viento y escuchar su lenguaje de rumores, aromas, hojas y frutos.


El árbol es en suma un ser vivo, con un cuerpo sensible, dotado de alma y lenguaje.

Antonio Colinas no se limita a decirnos que están ahí, sino que nos acompañan y hablan con nosotros. Por eso en su libro habla de una llamada, y nos anima a que estemos pendientes de ella. La poesía nos permite recuperar esa continuidad perdida con el mundo y dialogar con sus criaturas. Tal vez por eso en la mitología son frecuentes las asociaciones entre los hombres y los árboles.

Dafne se transforma en un laurel; Adonis nace del tronco del árbol de la Mirra; en el Jardín de las Hespérides hay un árbol cuyos frutos son de oro; y en la tradición judeocristiana es Eva la que roba el fruto del árbol del conocimiento. La poesía habla del dolor de vivir errante, separado de ese jardín primero, pero también guarda la memoria del tiempo en que estuvimos en él. Por eso, en el amor, el cuerpo del otro se transforma en un árbol de vida y conocimiento en el que buscamos refugiarnos y olvidar todo cuidado.


En 'El Cantar de los Cantares', el más grande libro de amor escrito en nuestra tradición, el cuerpo amado es una metáfora del mundo. Por eso la amada es como un manzano hallado entre los árboles silvestres, sus pechos se confunden con las cabecitas de los corderos y su vientre es un montón de grano hallado entre las azucenas. El amor, en suma, es una llamada a la totalidad, y nos revela nuestra filiación no sólo con los otros hombres sino con los animales y los árboles, los ríos y las fuentes, las montañas y las fuerzas de la naturaleza.


Así que cuando Antonio Colinas nos habla de los árboles de lo que está hablando es de la misma poesía, pues los árboles y su lenguaje de rumores y aromas son también una metáfora de esa lengua inicial que es la lengua de la creación. Eso son los poemas: árboles misteriosos cuyas frutos intangibles son las palabras.