Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde». Esta es la afirmación que nos deja Marguerite Durás en su conmovedor relato El amante, esa voz cálida e inteligente que nos va enseñando que cuando en la vida «No hay errores. Sólo hay actos extraños» el hombre se convierte en una isla en el corazón del tiempo, en un espacio intermedio entre la utopía y el desencanto, aquél por el que transitan las almas sin antes haberse conocido.
El relato nos descubre a una mujer que ha mirado los rostros y ha oído las voces silenciosas que el pasado le asigna, las únicas que realmente perduran, aquellas que viven y mueren en nuestra memoria, en ese tiempo infinito en el que el pensamiento ilumina toda nuestra vida, hasta adecuar cada palabra, cada imagen a lo que fuimos, a lo que nunca seremos. Y así transcurrieron las horas y los años, como un péndulo inmóvil que se aferra a un recuerdo que es ya más fuerte que su olvido, el mismo que le permite enfrentarse, con ingenua tibieza, al otoño de su vida, aquélla que nunca fue vivida.
Han pasado más de dos décadas, y los recuerdos que la autora vierte en su relato siguen vigentes en el corazón de quienes nos acercamos a su lectura, porque en ella hallamos, como propias, las huellas que dejaron, en el tránsito de nuestra juventud, aquellos placeres hoy olvidados, pero que conforman el recuerdo de un instante, aquél que diariamente conocimos y compartimos, aquél que secretamente pervive en algún recodo de nuestra alma.
Al margen del pulso impecable de su prosa poética, autores como Durás, S. Zweig, D. Barnes o K. Ishiguro, lejos de la descuidada y adoctrinante literatura actual, nos invitan a pasear por los paisajes inhóspitos y quebradizos del alma, a saber que en la literatura las palabras respiran, no enmudecen, viven por sí mismas, incluso antes de ser pensadas, y cuando se leen, uno siente que el tiempo se detiene bajo la luz y el aire de cada línea, de cada verso. Probablemente sea por esta visión de la narrativa que, para quienes crecimos bajo el cobijo de escritores que sólo buscaron enseñarnos a navegar por las infinitas islas del ingenio, veamos con cierta perplejidad, y hasta con sonrojo, cómo se subvenciona un arte que carece de dignidad y de grandeza, o cómo aquellos supuestos espíritus libres renuncian al placer que proporciona la transmisión del saber por el arraigo a un poder en el que lo sagrado del hombre ya no tiene cabida, en el que ya nada tiene valor, cuando la vida toda no lo tiene.
Y así, quienes crecimos envueltos en relatos literarios, vemos con cierto desasosiego cómo a quienes les es dado el pensamiento, lejos de iluminar las sombras que nos arropan, abrazan una cultura que se vuelve industria, hasta convertirla en el ágora permanente del Estado-Poder; de ahí que algunos nos permitamos la libertad de escoger, como compañeros de viaje, a escritores que nos enseñaron a vislumbrar lo único que quizá sea más importante que la vida: el sentido de la vida.
Lejanas y olvidadas han quedado las palabras de Borges: «Un libro, cualquier libro, es un objeto sagrado», y cada uno de nosotros, como diría Leon Bloy, somos versículos, palabras, letras de un único Libro mágico capaz de otorgarnos la pausa que se abre con cada pregunta, que da nombre a lo visto y a lo sentido, a lo padecido y a lo callado, el mismo que nos permite abrir el pensamiento a esa Sabiduría que nos invita, sin dejarnos el alma en la prueba, a alzar la voz contra una sociedad que corteja a un tiempo enmudecido de versos, a una prosa ausente de estilo, hasta convertirla en un residuo de lo que fue: un ancho sueño, un caudal infinito de emociones, en los que los devotos a Stevenson, a Poe, y a tantos otros, construimos, en nuestra tímida niñez, un universo mágico en el que el bucanero ciego o el genio encarcelado durante siglos en el cántaro salomónico poblaron nuestras mañanas y nuestras noches hasta dejarlas huérfanas de tiempo y de espacio, de dogmas e ideologías.
Ciertamente son malos tiempos para la lírica, y no porque no podamos hallar escritores comprometidos con la prosa declamada, reflexiva y discursiva -pocos-, sino porque el lector ve con asombro y perplejidad cómo la mayoría de los supuestos intelectuales están más preocupados por defender a dictaduras valleinclanescas que a proteger a los lectores de las impropiedades gramaticales o, como diría Miguel de Unamuno, de las «tecniquerías» que tanto abundan en esta literatura de sobremesa en que se ha convertido buena parte de narrativa actual, y de la que, por desgracia, ya no forma parte el autor de obras como Cinco horas con Mario.
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