Lo urgente siempre va antes que lo importante, aunque el sentido común y los manuales de autoayuda recomienden lo contrario. Por ello, cuando empieza el año y los propósitos se han amasado, casi rozado con el pensamiento, una idea parecida a la lejanía nos sobrecoge.
Aquello está lejos: lo deseado, lo recomendable, también lo ideal. Cerca está nuestro despertar. El pie con el que hoy hemos salido de la cama. El ánimo mudado de repente, voluble con la temperatura del día. Los ojos discriminando aquello que quieren ver pero, sobre todo, lo que no alcanzan a ver, la pátina polvorienta que recubre el zócalo, por ejemplo. La cabeza bajo la ducha escuchando de nuevo en la radio la oración: “España debe recuperar la confianza”, mientras pensamos en qué haremos de comer. Las dinámicas que nos engullen y las rutinas que se nos han adherido, algunas hermosas y otras miserables, oponen resistencia a la voluntad de los viejos propósitos (porque suelen ser los de siempre). Y de nuevo emerge la impotencia disfrazada de aplazamiento.
Cada vez más especializados en el autoboicot, postergamos nuestros sueños porque siempre existe “una prioridad”. Y más cuando desde hace dos largos años se sienta a nuestra mesa la crisis, que interfiere en la vida del ciudadano de a pie a dentelladas. Los pronósticos del año nuevo son desalentadores. Subirá mucho más la luz que las pensiones. La conciencia de precariedad ha penetrado en la intimidad de la mayoría, extendiéndose la sensación de que la sociedad está abierta en canal en un taller de reparación donde se intenta equilibrar la mecánica para que el sistema funcione.
A medida que van desinflándose los buenos propósitos, abrumados por la realidad, aumenta la necesidad de gestionar la desazón generalizada. “La vida moderna se caracteriza por sentimientos frecuentes de indecisión y ansiedad. La gente a menudo carece de los fundamentos sobre los que tomar las decisiones más importantes”, escribe David Brooks en su columna de The New York Times, en la que recomienda y resume el libro Todas las cosas brillantes, cuyos autores, los filósofos Hubert Dreyfus, de la Universidad de Berkeley, y Sean Kelly, de Harvard, interpretan el sentido de la vida para un público no especializado. Aseguran que no debemos buscar una explicación totalizadora, sino vivir con perspicacia en la superficie, “perceptivos a los momentos de revelaciones trascendentes que podemos sentir, rodeados de una multitud en un concierto o en cualquier actividad que exija compromiso”. Experiencias a menudo desestimadas por desviarse del centro de la realidad pero que, alejadas del individualismo a ultranza, nos revivifican. Los pequeños momentos grandiosos y la cultura de estadio, ese jubiloso zumbido que ahuyenta los pésimos pronósticos al hacernos sentir la terapéutica presencia del otro.
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