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Las antiprofecías del penúltimo año

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¡Qué voy a saber yo nada de cómo se nos viene el año que viene! ¿Acaso tengo una bola de cristal?
JORGE SAYEGH | EL UNIVERSAL


Un diciembre de no hace no tanto, cuando "Hermes el Iluminado" no era un chavista arrepentido, sino todo un psíquico de prestigio, una doñita le preguntó al kioskero: "Y, ¿será buena... ?", señalando una revista titulada "Predicciones para el año tal", con el rostro del mismísimo Hermes mirando al mismísimo infinito y más allá. Con mucha sabiduría y poca estrategia comercial, el kioskero le respondió: "Ay, señora Hortensia, si este tipo pudiera ver el futuro, ya se hubiera pegado el Kino".


Nunca dejó de sorprenderme cuando algún periodista le pregunta al opinador de turno, sea un profesional especializado en algo o sencillamente un político todero: "Y entonces, ¿qué va a pasar?". Lo más curioso es que el opinador de turno siempre responde. No agarra y sorprendido dice: "¿Y cómo voy a saber yo qué carrizo va a pasar?, ¡ni que tuviera una bola de cristal!". No. Siempre responde algo que -como estamos en este país- tiende a ser un algo pesimista. Vaticina escenarios grises: "se seguirá cercando a la empresa privada", "la educación se utilizará para hacer ideología", "habrá más censura", o cualquier lamento boliviano, pero nunca acepta que no tiene ni la más remota idea de lo que va a pasar.

Hay dos métodos básicos de predicción: el vaticinio y el pronóstico. El primero pertenece al mundo de la magia, del esoterismo o de la religión, que al final es lo mismo, pero uno es más oficial que el otro. Su conocimiento se sustenta en un poder intangible y trascendental otorgado por los dioses (mayores o menores, no importa) a algún iluminado. Lo que importa es que el común de los mortales no puede tener acceso a esta sabiduría, porque se trata de un don divino... o maligno. Eso depende de a qué santo te arrimes. En cambio el segundo método, el pronóstico, pertenece al maridaje de la experiencia con la razón. A veces a manera de matrimonio legalizado, entonces lo elevamos a la categoría de ciencia. A veces a manera de amancebamiento aventurado, entonces lo llamamos intuición.

En área del vaticinio, imperan los profetas, los sabios más inútiles y antipáticos de la historia. Primero, porque les encanta anunciar sus augurios con un lenguaje tan oscuro que no los entiende ni Vargas Llosa, y segundo, porque todo lo que dicen suena a desgracia universal. Ha leído usted, por ejemplo, algo de lo que escribió Nostradamus, quien, por lo demás, no escribía en fluida prosa, sino en verso enrevesado. ¿No? Tomemos una cuarteta cualquiera.

"Los acomodados súbitamente serán desposeídos/ por los tres hermanos, el mundo puesto en trance:/ Ciudad marina apresará enemigos/ Hambre, fuego, sangre, peste, y, de todos los males, el doble". En cada verso lo único que sobra es infortunio, pero no sabemos dónde, ni cuándo, ni quién es el causante, ni quién la víctima. ¿Cuál es la gracia entonces de una profecía si no puede predecir nada?

Pero los profetas no son monopolio del Viejo Mundo, en América tenemos los nuestros originarios y endógenos mismos como tal. Veamos uno de los vaticinios mayas, que van a estar muy de moda hasta el 2012 y que no fueron escritos en verso, sino en jeroglífico, es decir, que son todavía más complicados de entender que los del viejo Nostradamus: "En el trece Ahau al final del último katum, el itzá será arrollado y rodará Tanka, habrá un tiempo que estará sumido en la oscuridad". Más pavoso e incomprensible todavía.

Bueno, podemos suponer que lo de la oscuridad alude a los eclipses, porque esos mayas vivían obsesionados con los eclipses y cada vez que sabían que iba a ocurrir uno los sacerdotes aprovechaban y auguraban disgustos divinos, solo para echárselas de magos con su pueblo y tener el pretexto necesario para organizar una fiestita con abundante licor de maíz y algunos sacrificios humanos.

Sucede que los profetizadores tienden a ser gente con un gran prestigio muy bien ganado nadie sabe bien porqué. Desde el Oráculo de Delfos hasta los videntes modernos, estos anticipadores del futuro siguen obteniendo un sólido reconocimiento social. Y lo siguen obteniendo aun cuando sus vaticinios sean tan vagos como: "Cuídese de una mujer morena. Suceso con zapato roto. Hombre con bigote revela un secreto". ¿Qué raro, no?

Y es que de la seducción por conocer el futuro no se escapa nadie. La ciencia, por definición, busca ese objetivo: predecir. Sino, ¿para qué la necesitaríamos? Ciertamente, gracias al estudio de las leyes de física podríamos saber exactamente dónde caería un meteorito lo suficientemente grande para acabar con el 99% de la vida del planeta. Ajá, podemos predecir un Apocalipsis por medio de la astronomía con mucha más precisión que con la astrología. Pero no podemos saber cuándo ocurrirá un terremoto. En realidad, el método científico puede predecir fenómenos muy precisos, susceptibles de ser tratados mediante las ciencias exactas.

Sin embargo hay otras ciencias, como las estadísticas, la economía o la climatología, que resultan ser tan inciertas como las adivinanzas, pero a las que les conferimos el mismo prestigio que otorga el poder del vaticinio. Aunque se pelen en tres de cada dos.

Los economistas son geniales para correr a explicarte por qué es que todo lo que te auguraron en el plan económico de hace dos años es hoy una crisis financiera. Los estadísticos viven interpretando unos números ininteligibles de acuerdo a su conveniencia (igual como hacían los sacerdotes con los balbuceos de las pitonisas) para jurarte cada año que a Chávez no lo apoyan ni en Barinas. Y los climatólogos... Ay, los climatólogos. Durante estas terribles lluvias, los medios entrevistaron a varios climatólogos y les daban el título de, mire usted que curioso, "pronosticadores".

Usted escuchó o leyó a alguno: "Va a llover las próximas 48 horas" y llovió como por un mes, durante el cual, cada 48 horas, volvían a anunciar que iba a llover 48 horas más. ¡Así cualquiera! Me informan que no me altere, que el pronóstico del clima se trata de un cálculo de "probabilidades", que te pronostican, por ejemplo, con un 70% de certeza, que va a llover. Mmmm. Es decir que si yo lanzo una moneda y te digo que va a caer cara con un 50% de probabilidades, ¿estoy pronosticando?

Pitonisa mi abuelita, que cuando uno quería saber si iba a llover, solo había que ir a despertarla de su poltrona donde estaba cabeceando con la radio y el televisor encendidos. Entonces miraba por la ventana y sentenciaba un pronóstico que ya lo quisiera la NASA para un día de lanzamiento. Y, al final, qué son los "pronosticadores" del clima, sino unas abuelitas con una ventana más grande cuya vista está hecha por fotos satelitales.

Todo esta larga reflexión sobre la futurología viene por un motivo. Me plantearon que escribiera este artículo con mis impresiones acerca de cómo se nos venía el año 2011. Y me pasé un mes devanándome los sesos, analizando tendencias, revisando encuestas capciosas, midiendo madrugonazos legales, especulando cambios climáticos, leyendo el i-Ching y, de pronto, tuve una iluminación: ¡Qué voy a saber yo nada de cómo se nos viene el año que viene! ¿Acaso tengo una bola de cristal?

Ni siquiera sé si usted, mi querido lector, está leyendo esto el último día de 2010, o durante el merecido ratón del primer día de 2011. Pues no. No quiero terminar o empezar el año como un Adriano Azzi de papel. No sé si nos sacaremos el Kino o si nos caerá un meteorito. Solo espero que al final de la jornada, el día nos salga bueno. Está muy de moda esto de vivir el momento a conciencia, pues bien, en vez de pronosticarle el futuro, voy a seguir la moda y desearle que pase un Feliz Año Nuevo.

jorgesayegh@gmail.com

jorgesayegh.blogspot.com

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