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El misterio del último explorador solitario del siglo XX

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Percy Fawcett se adentró en el Amazonas el 20 de abril de 1925. Lo acompañaba su hijo mayor, Jack, y el propósito de la expedición era descubrir la civilización que había dado origen a la leyenda de El Dorado. Tenía 57 años, medía un metro ochenta de estatura y todos los periódicos aireaban las hazañas de sus exploraciones geográficas en Suramérica.

Pertenecía a esa estirpe de hombres con mitología propia, como Richard Burton, David Livingston, Ernest Shackleton, John Speke o Henry Morton Stanley, que habían conquistado la imaginación de la gente con las aventuras de sus biografías. En 1906 se internó en un territorio inexplorado, cartografió y delimitó las fronteras entre Bolivia y Brasil, y más tarde encontraría el nacimiento del río Verde.

A través de sus viajes, Fawcett desafió los riesgos de una naturaleza inhóspita: el candirú (un pez que se introduce en los orificios humanos, como el ano, el pene o la vagina y que si no se extrae provoca la muerte), los gusanos parásitos que causan la ceguera; las moscas tórsalo que depositan sus huevos bajo la piel, donde luego eclosionan y anidan sus larvas; las «chinches besadoras» que pican en los labios y transmiten el protozoo «Trypanosoma cruzi» que causa la muerte por inflamación del cerebro o el corazón veinte años después; las niguas rojas peludas, que consumen tejido humano, y los mosquitos, que transmiten la fiebre amarilla y la malaria.

Sobrevivió a todo, incluso a las violentas y desconocidas tribus nativas que ocultaba la jungla, pero aquella vez sería muy diferente. Se adentró en «el infierno verde» con un sombrero Stetson, un pantalón irrompible de exploradores, un rifle del calibre 30 y un machete de 45 centímetros de largo que él mismo había diseñado a partir de su experiencias anteriores.

Al principio recorrieron once kilómetros diarios. Después dieciséis y, por último, veinticuatro. Nueve días después alcanzaron el punto conocido como Dead Hourse Camp, donde pudieron ver los huesos blancos del viejo animal de carga que había perdido en una incursión anterior. Después tomaron una dirección que durante décadas fue un misterio y que le conduciría a las ruinas de esa ciudad perdida que él llamó «Z». Las últimas palabras que escribió a su esposa fueron: «No temas ningún fracaso». No regresó.

El periodista David Grann desentraña ahora el misterio de su desaparición en «La ciudad perdida de Z» (Plaza & Janés). Fawcett, el último gran explorador solitario del siglo XX, había sido también espía en Marruecos y un prestigioso oficial condecorado durante la Primera Guerra Mundial. En sus idas y venidas había trabado amistad con el escritor Henry Rider Haggard, autor de «Las minas del rey salomón», y con Arthur Conan Doyle, que se inspiró en él y sus éxitos para la novela «El mundo perdido».

Pero el eco de su nombre no se ha extinguido. Recientemente ha aparecido como personaje en un relato escrito de Indiana Jones y Hergé lo homenajeó en uno de sus conocidos cómics: «Todo el mundo le cree muerto», asegura Tintín; el explorador, que le acaba de salvar la vida, replica: «He decidido no regresar a la civilización. Aquí soy feliz». 

¿Pero qué le ocurrió? Los diarios anunciaron su exploración de 1925 en primera página. Pero meses después, sin embargo, dejaron de recibirse cartas de él y los rumores alimentaron la peor noticia: había muerto. Las especulaciones se dispararon. ¿Estaba retenido por los indios? ¿Había muerto de hambre (algo usual)? ¿O por las enfermades (también común)? ¿Había encontrado la ciudad que buscaba y se negaba a regresar?

La necesidad de aclarar lo que había sucedido impulsó partidas expedicionarias para rescatarle (si continuaba vivo) o, al menos, desvelar el enigma. La Royal Geographical Society conoce, todavía hoy en día, a estas personas como «freaks de Fawcett». Un miembro de esta institución le aseguró a Grann que «creo que están todos locos. Esta gente está completamente obsesionada».

Entre las personas que emprendieron la búsqueda figura George Miller Dyott, un miembro de la Royal Geographical Society que partió en 1928. Surgió de la selva meses después con sus hombres enfermos, demacrados y acribillados por las picaduras de los mosquitos. No habían dado con él, aunque aseguró, debido a la conversación que tuvo con un indígena, que Fawcett había fallecido. En 1932, partió, convencido de su suerte, Stefan Rattin. Lo acompañaban dos hombres. No volvió a saberse de ellos.

En 1939, un antropólogo norteamericano se ahorcó de un árbol en la selva en el transcurso de su investigación. Albert Wilson, un actor de Hollywood, llegó en 1952 jurando que lo encontraría. Años después se supo que «la tribu Kamayurá lo había encontrado flotando en una canoa a la deriva, desnudo y medio enloquecido. Uno de los Kamayurá le aplastó la cabeza con un garrote y le quitó el rifle».

Hubo muchos más, como relata Grann: «Alemanes, italianos, rusos y argentinos. Hubo una licenciada en antropología por la Universidad de California (murió por una infección contraída en esta empresa); un soldado estadounidense que había servido con Fawcett en el frente occidental; también Peter Fleming, hermano de Ian Fleming, el creador de James Bond, y un grupo de bandidos. En 1934, el Gobierno brasileño, desbordado por el aumento incesante de las partidas de búsqueda, emitió un decreto prohibiéndolas hasta que se les concediera un permiso especial; sin embargo, los exploradores seguían internándose en la selva, con permiso o sin él».

Grann ha recuperado cartas extraviadas, cuadernos olvidados, pero, sobre todo, ayudado por James Lynch, una de las personas que fracasaron en el empeño de encontrar a Fawcett, y Paolo Pinage, su guía en el Amazonas, se ha acercado a la verdad. «Los indios feroces debieron de matarlos». Los indios feroces son los Suyá.

El autor ha extraído esta conclusión de los relatos transmitidos de forma oral entre los Kalapalo («La gente siempre dice que los Kalapalo mataron a los ingleses, pero nosotros no hicimos eso. Nosotros intentamos salvarlos», asegura uno de ellos) y los Kuikuro. El jefe de esta última población le aseguró que los vieron marcharse. Durante varios días contemplaron el humo de sus hogueras. Un día dejaron de verlo.
   

   
¿Y El Dorado?
Nunca exisitó esa ciudad. Una civilización que impregnaba de oro el cuerpo de sus habitantes. Pero Fawcett tenía razón al rechazar los prejuicios de esa teoría antropológica que afirmaba que en el Amazonas era imposible que hubiera surgido una sociedad adelantada. El arqueólogo Michael Heckenberger, que Grann encontró en el poblado Kuikuro, le mostró, entre las lianas y los árboles, trozos de cerámica, fosos, tramos de carreteras... y le seguró que existían pasos elevados y canales.

El autor escribe: «En total, había excavado veinte asentamientos precolombinos en el Xirgu, que habían sido ocupados entre el 800 y el 1600 d. de C. Los asentamientos distaban entre sí unos cinco kilómetros y estaban conectados por carreteras. Lo más asombroso era que las plazas estaban dispuestas coincidiendo con los puntos cardinales, de este a oeste, y las carreteras se correspondían con los mismos ángulos geométricos».

Los recientes descubrimientos arqueológicos han sacado a la luz pinturas rupestres, y la arqueológica Anna Roosevelt ha encontrado en una cueva restos de 10.000 años de antigüedad, «el doble de tiempo en que los científicos habían estimado la presencia humana en el Amazonas. De hecho, el asentamiento es tan antiguo que podría cuestionar la teoría de cómo  se poblaron las Américas». Unos hallazos que serían todo un sueño para Fawcett.

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