Hace unas semanas, cuando se produjo la alarma del mal estado de la economía griega, algunos periódicos alemanes, conscientes que iba a ser Alemania la que una vez más iba a pagar para mantener la desigual solidez del euro, publicaron declaraciones y comentarios sobre la manera de salir en defensa de la malgastada credibilidad de la economía helénica.
Decían algunos voceros alemanes que lo que podía hacer el Gobierno griego era poner en venta algunas de las muchísimas islas que salpican las aguas del Egeo y del Jónico. Cuando todo se hunde siempre queda la tierra. Pero una cosa es la tierra y otra son las islas. En el supuesto de que la quimérica iniciativa de ciertos alemanes se llevara a término, ¿a cuánto se cotizaría la isla de Ítaca en la que la fiel Penélope esperó la llegada de su esposo? ¿Qué fortuna sería necesaria para gozar de la propiedad de los caminos de Naxos por los que Ariadna paseó? ¿Habría suficiente dinero en el mundo para comprar el palacio de Cnosos y sentirse dueño de la cultura minoica?
Las islas forman parte de los estados que en su día las hicieron suyas. Jaume I desembarcó en Mallorca. La historia considera a las Baleares como parte de la antigua corona catalano-aragonesa, pero poco a poco la propiedad legal ha ido a parar a manos de los viajeros de Air Berlin. No hace falta que las islas estén cerca de la metrópolis. Francia tiene sus llamados dominios de ultramar por todo el mundo y Margaret Thatcher no dudó en desencadenar una guerra de verdad con bombarderos y submarinos para recuperar sus lejanas Falkland. Las islas son el último vestigio tangible del imperialismo. Incluso hoy la gran isla de Groenlandia está iniciando un proceso de emancipación de un país tan poco conquistador como es Dinamarca.
Pero las islas son tanto más sabrosas cuanto más pequeñas. No tanto por la posibilidad de instalar bases militares o penales de alta seguridad, sino por lo que tienen de pequeños continentes a la medida humana. Hace siglos ser un Robinson a la manera de De Foe era una verdadera desgracia. Hoy es un privilegio. Porque antes la tierra era una manera de controlar el petróleo, los minerales, los pastos y los rebaños. Y hoy el gran valor es el silencio, la soledad y la inexpugnabilidad.
Eso es lo que le sucede ahora a Richard Branson, ese empresario que no prosperó en la escuela, pero que dispone de una línea aérea importante y que aspira a llevar a los pasajeros audaces más allá del cielo. Branson compró la isla Necker, una de las islas Vírgenes británicas, para explotar un lujoso hotel para millonarios. Ahora acaba de adquirir la isla Mosquito, también en el mismo archipiélago, con el fin de dar cobijo a 20 clientes al día en un marco incomparable. La única condición es que sea una isla de uso exclusivo para los que pagan. Y las autoridades de las Islas Vírgenes se niegan a la privatización de las playas. O sea, que Branson deberá contar con la indeseable llegada en zodiac de domingueros, de vendedores de suvenirs o de algún balsero despistado.
Tal vez ya no quedan islas. Ni la Insula Barataria, que gobernó con acierto Sancho Panza, ni la isla de Utopía de Tomás Moro, ni tampoco la isla misteriosa de Julio Verne, o la isla del Doctor Moreau. inventada por Herbert G. Wells. Tampoco encontraremos la famosa isla de Laputa, donde Gulliver pasó una temporada de manos de su autor, Jonathan Swift. ¡Pobre Branson! Ha puesto precio a la soledad del rico y se está quedando solo.
JOAN BARRIL
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