En el equinoccio de primavera el día tiene una duración igual a la noche, acaba el período en que hay más oscuridad que luz y desde entonces el día es cada vez más luminoso que el anterior hasta alcanzar el solsticio de verano. En todos los lugares de la Tierra y en todas las épocas se ha solido celebrar la primavera como el triunfo de la luz y de la vida sobre la oscuridad y la muerte.
Así ha ocurrido, por ejemplo, en las culturas mediterráneas desde hace bastantes milenios, al igual que se ha celebrado la fiesta primaveral como símbolo universal de vida y liberación en las culturas china, egipcia, gala, romana, persa o hindú. Dentro de la cultura judeocristiana en que se ha movido buena parte de Occidente, el concilio de Nicea (325) estableció que la Pascua no se celebrara dos veces el mismo año, pues hasta entonces se había celebrado el año nuevo que empezaba en el equinoccio primaveral. De ahí que se llegase al arreglo de celebrar la pascua cristiana el domingo siguiente a la primera luna llena de primavera del hemisferio Norte. En cualquier caso, se trata de una cristianización de otra fiesta popular más: la fiesta universal de la primavera. En otras palabras, aunque la pascua cristiana forma parte del acervo cultural y tradicional de muchos países y como tal debe ser respetada, no se debe olvidar el contexto general donde apareció: la fiesta de la luz y de la vida con motivo del equinoccio primaveral.
Con la llegada de la primavera, muchas culturas han conmemorado también la muerte y la resurrección de sus respectivos dioses. Así, por ejemplo, en el occidente cristiano se celebra la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, en Egipto se conmemoraba la resurrección de Osiris, dios de la fertilidad y la regeneración del Nilo, de Atis en Frigia, Mitra en Persia, o Krishna en India. Todas esas celebraciones tienen como común denominador el surgimiento de un tiempo nuevo donde queda superada la muerte y se inicia una nueva vida; es decir, los mismos ritos festivos ancestrales del equinoccio de primavera.
Dentro del mundo hispano, los rituales más conocidos de renovación (estacional, astral y religiosa) son las procesiones de la llamada Semana Santa. Al parecer, tienen su origen en las procesiones de disciplina o de sangre, instauradas por el dominico Vicente Ferrer en Medina del Campo en 1410. En ellas, los cofrades eran azotados con un instrumento de cáñamo o "disciplina", pues la flagelación era un elemento imprescindible de la semana santa. De hecho, las primeras cofradías fueron de disciplinantes, con el cometido principal de la flagelación publica, y buena parte del atuendo y la atmósfera general de los cofrades actuales derivan de ese tiempo. En el Bajo Aragón, sin embargo, esta celebración tiene un origen menos siniestro con la ruta del tambor, si bien es de incierto significado histórico. Las formas de celebrar el equinoccio de primavera en su versión católica ofrecen muchas otras modalidades. Como botón de muestra, en el Cusco peruano los indígenas sacan la imagen del Señor de los Temblores, ante el que. antes de ingresar al templo, esconden su cara, porque creen que en aquel momento observa a los que morirán ese año.
En Zaragoza, este año ha leído el Pregón de Semana Santa el Justicia de Aragón (no Fernando Garcia Vicente, sino el Justicia o Defensor del Pueblo aragonés). Exudando agua bendita durante la lectura del Pregón, predicando valores confesionales católicos en declaraciones previas a los medios de comunicación, el Justicia perpetró un acto de injusticia con el principio de aconfesionalidad de las instituciones del Estado, de las que su cargo forma parte, y con la ciudadanía aragonesa, cuyos derechos y libertades (incluido el derecho a la libertad de conciencia) deberían ser representados y defendidos en plena igualdad de condiciones y desde la neutralidad aconfesional del Estado y sus instituciones. (¿Quién nos defenderá de nuestros defensores?)
El hecho es que la celebración de la luz y de la vida en el equinoccio primaveral ha quedado oculta tras los ritos y las procesiones de una determinada confesión religiosa. Contemplando el espectáculo, alguien se pregunta dónde se halla la línea divisoria entre imágenes sagradas y tótems, fervor religioso y superstición, dioses e ídolos. Y se pregunta además si no es el hombre quien hace la religión, si no está proyectando la naturaleza sobre supuestos mundos sobrenaturales, si no ha creado esas fiestas a su imagen y semejanza, a imagen y semejanza del entorno social, económico y político donde vive, como conciencia invertida del mundo, si la devoción al sufrimiento es a la vez expresión y protesta contra el sufrimiento real de tantos oprimidos y explotados, si no es también un alivio ante esa opresión y el sentimiento de un mundo sin corazón y desalmado. Alguien se pregunta, en fin, si esa gente sabe o quiere o puede vivir sin tales placebos, sin su opio de cada día.
Profesor de Filosofía
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