Cualquiera se percata de que vivimos en una época de glorificación de la infancia. Primero se manumitieron las mujeres, y ahora han empuñado la sartén por el mango. Personalmente, espero que respeten las pocas canas que aún lucen sobre mi cabeza, porque, hermanos, no tenemos salvación ni, por lo visto, la merecemos.La independencia femenina no llegó de sopetón, ni frontalmente; sino arropada por una serie inacabable de reivindicaciones, sutilmente entremezcladas, como aspiración universal para poner término, de una vez por todas, a la supuesta primacía del macho. Con loable iniciativa comenzaron las campañas protectoras de especies en riesgo de desaparición, no porque fueran sañuda y arbitrariamente perseguidas, sino porque sus ciclos iban consumiéndose, como todo lo creado y transitoriamente perdurable.
Aunque por espíritu de supervivencia la especie humana se protegió del frío con las pieles de otros animales, despertaron simpatía aquellos seres, salvajes o dominados, de nuestro entorno que reunían la doble función de resguardarnos de la inclemencia y ser objeto de presunción y lujo. Así comenzó la defensa de los visones, castores, nutrias, focas, panteras y corderos de Astracán, corajudamente defendidos por personas que quizás no pudieran, en todas sus vidas, abrigarse con tan sedosos y confortables despojos. En el paquete entraron muchos animales que habían prestado escasa y transitoria utilidad o que eran molestos.
Hasta los más humildes tuvieron su época de atención, que decayó hasta que la ausencia entre nosotros apenas la perciben las generaciones últimas. Como ejemplo extremo y caricaturesco me refiero a un animalito convertido en la mascota y la representación de la vida cotidiana del madrileño durante el verano. ¿Qué ha sido de los grillos, aquellos insectos coleópteros, negros, de cabeza redonda y ojos salientes, como los del actor de cine mudo Buster Keaton? Los llamaban jilgueros o canarios del pobre, porque se alimentaban de un trocito de lechuga y en lugar de cantar armoniosamente daba una tabarra monocorde, frotando las alas. Fueron la compañía de los geranios en las ventanas de los barrios bajos, una especie de cucarachas sonoras que hacían felices a sus poseedores y desgraciados a los vecinos. De esa etapa ha tomado el relevo otro personaje de singular importancia: el niño, reducido durante siglos a la oscuridad del núcleo familiar y plantificado como protagonista en la vida de las naciones.
La mujer no podía dejar atrás un básico elemento de su existencia: los hijos. En el asalto al poder no quedaron en el olvido y han servido de estandarte y justificación de la contienda. De las damas pechugonas que aparecían en los eventos caritativos de La Gota de Leche y organizaciones similares se desató la lucha por conservar su custodia, para lo que están muy cualificadas.
Fortificada en sus posiciones, ahí tenemos el nuevo icono problemático: el niño, rey de la casa y de donde esté, ya que no hay adulto que se atreva a corregirle en público y, si me apuran, en privado, pues la denuncia de un menor es admitida en instancias penales con prioridad sobre la argumentación adulta. Vivimos la sutil tiranía de esos monstruos pequeñitos. La tendencia biológica de los pequeños es la anarquía y el imperio de su voluntad. De no prestárseles la atención que reclaman, tienen a mano varios recursos de gran eficacia: la rabieta, el escándalo, los aullidos casi inhumanos que puede articular una laringe infantil. No es que los padres hayan dimitido de su autoridad y tutela, sino que nadie se ha preocupado por instruirles en tan indeclinable oficio.
Llegada la adolescencia la preocupación se circunscribió a la habilidad en calzarse o poner un preservativo. Lo demás era accesorio, y se ha llamado libertad individual. No quisiera, pues no soy competente ni es mi gusto, entrar en el asunto de la preñez entre las jóvenes de 16 años y el conocimiento y apoyo por parte de sus padres. Sería mejor configurar una autorización que, con efectos legales, autorizara los retozos de la hija y, como codicilo anticipado, el compromiso de hacerse cargo de las consecuencias, o sea, dar biberones y cambiar pañales, mientras se iba consolidando la personalidad ciudadana de la menor. Si nos pete, llamémosle ley de igualdad.
Aunque por espíritu de supervivencia la especie humana se protegió del frío con las pieles de otros animales, despertaron simpatía aquellos seres, salvajes o dominados, de nuestro entorno que reunían la doble función de resguardarnos de la inclemencia y ser objeto de presunción y lujo. Así comenzó la defensa de los visones, castores, nutrias, focas, panteras y corderos de Astracán, corajudamente defendidos por personas que quizás no pudieran, en todas sus vidas, abrigarse con tan sedosos y confortables despojos. En el paquete entraron muchos animales que habían prestado escasa y transitoria utilidad o que eran molestos.
Hasta los más humildes tuvieron su época de atención, que decayó hasta que la ausencia entre nosotros apenas la perciben las generaciones últimas. Como ejemplo extremo y caricaturesco me refiero a un animalito convertido en la mascota y la representación de la vida cotidiana del madrileño durante el verano. ¿Qué ha sido de los grillos, aquellos insectos coleópteros, negros, de cabeza redonda y ojos salientes, como los del actor de cine mudo Buster Keaton? Los llamaban jilgueros o canarios del pobre, porque se alimentaban de un trocito de lechuga y en lugar de cantar armoniosamente daba una tabarra monocorde, frotando las alas. Fueron la compañía de los geranios en las ventanas de los barrios bajos, una especie de cucarachas sonoras que hacían felices a sus poseedores y desgraciados a los vecinos. De esa etapa ha tomado el relevo otro personaje de singular importancia: el niño, reducido durante siglos a la oscuridad del núcleo familiar y plantificado como protagonista en la vida de las naciones.
La mujer no podía dejar atrás un básico elemento de su existencia: los hijos. En el asalto al poder no quedaron en el olvido y han servido de estandarte y justificación de la contienda. De las damas pechugonas que aparecían en los eventos caritativos de La Gota de Leche y organizaciones similares se desató la lucha por conservar su custodia, para lo que están muy cualificadas.
Fortificada en sus posiciones, ahí tenemos el nuevo icono problemático: el niño, rey de la casa y de donde esté, ya que no hay adulto que se atreva a corregirle en público y, si me apuran, en privado, pues la denuncia de un menor es admitida en instancias penales con prioridad sobre la argumentación adulta. Vivimos la sutil tiranía de esos monstruos pequeñitos. La tendencia biológica de los pequeños es la anarquía y el imperio de su voluntad. De no prestárseles la atención que reclaman, tienen a mano varios recursos de gran eficacia: la rabieta, el escándalo, los aullidos casi inhumanos que puede articular una laringe infantil. No es que los padres hayan dimitido de su autoridad y tutela, sino que nadie se ha preocupado por instruirles en tan indeclinable oficio.
Llegada la adolescencia la preocupación se circunscribió a la habilidad en calzarse o poner un preservativo. Lo demás era accesorio, y se ha llamado libertad individual. No quisiera, pues no soy competente ni es mi gusto, entrar en el asunto de la preñez entre las jóvenes de 16 años y el conocimiento y apoyo por parte de sus padres. Sería mejor configurar una autorización que, con efectos legales, autorizara los retozos de la hija y, como codicilo anticipado, el compromiso de hacerse cargo de las consecuencias, o sea, dar biberones y cambiar pañales, mientras se iba consolidando la personalidad ciudadana de la menor. Si nos pete, llamémosle ley de igualdad.
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