Estos días son malos para los jóvenes que terminan el Bachillerato. Han de superar los exámenes de la Selectividad si quieren elegir carrera. Y no les es suficiente con un aprobado, tienen que obtener una buena nota de corte; para algunas profesiones, como la Medicina, se necesita, por lo menos, un ocho de media. Yo soy profesora de Bachillerato y todos los años contemplo sus zozobras con el mismo estupor.
Cuando pregunto a mis alumnos cuál es su vocación, me contestan con amargura que están esperando a conocer su nota de corte. Ella decidirá si son médicos, químicos, veterinarios o administrativos. Y para conseguirlo, en el mejor de los casos, tendrán que demostrar que son competitivos, es decir, que han vencido en la lucha contra sus propios compañeros, con los que compartieron durante años un mismo pupitre. ¿Las armas para librar esta batalla?: clavar los codos en la mesa y esperar a que el de al lado desfallezca antes que tú. ¿Puede haber buenos profesionales con esta falta de entusiasmo? 'Entusiasmo' proviene del griego y significa 'llevar un dios dentro de sí'.
El entusiasta, guiado por la sabiduría de los dioses, es capaz de vencer los desafíos de lo cotidiano, y es el único que puede transformar el mundo, como lo transformaron todos los sabios que en el mundo han sido. Aunque muchos de ellos no hubieran superado la Selectividad. Lean los que escribió Einstein en sus memorias: «Un adulto normal no se inquieta por los problemas del espacio y del tiempo, pues considera que todo lo que hay que saber lo conoce ya desde su primera infancia. Yo, por el contrario, he tenido un desarrollo tan lento que no he empezado a plantearme preguntas hasta que he sido mayor». Eso es lo que se pierden nuestras universidades, torpones de desarrollo lento, como Einstein. Pero me contestarán que el examen es la forma más justa de seleccionar a los mejores. ¿Sí? Inocentes... ¿No saben acaso que las universidades privadas ofrecen amable cobijo a los que no han alcanzado la nota de corte?, como no podía ser de otra manera en una sociedad en la que el único dios que produce verdadero entusiasmo es el dios del dinero. Y esto viene de tan antiguo que ya lo explicaba Quevedo bien clarito:
«Todo se vende este día, / todo el dinero lo iguala, / la corte vende su gala, / la guerra su valentía / y hasta la sabiduría / vende la Universidad...». Estando así las cosas, los profesores nos afanamos en descubrir lo que les van a preguntar a los alumnos y los alumnos en aprender lo que tienen que responder a las preguntas. Sin revelarles un secreto: que la verdadera ciencia consiste en dos cosas: la primera, aprender a preguntarse qué es la vida, y la segunda, aprender a responderse que la pregunta no tiene respuesta posible. Entre esas dos cuestiones se mueve la sabiduría universal.
Pero eso sí -les insisto-, no repitáis la sentencia de Sócrates, porque Sócrates, en esta edad en la que vivimos, no hubiera llegado ni a repartidor de propaganda callejera. Incluso los suspensos reincidentes saben a qué sentencia me refiero: «Yo solo sé que no sé nada».
ESPERANZA ORTEGA blogs.nortecastilla.es/cosas-como-son/
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Yo sólo sé que no sé nada
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